La nueva guerra
HACE diez años los profesores Collier y Hoeffer publicaron un artículo famoso sobre las causas de los “conflictos armados internos”. Examinaron 68 guerras que tuvieron lugar entre 1960 y 1999, y concluyeron que la “avaricia” es más importante que la “convicción” como motor del conflicto: la gente no pelea por ideales sino ante todo por hacerse al control de la riqueza.
La teoría anterior es muy simplista, pero ayuda a entender la evolución del conflicto colombiano: unas veces para enriquecerse y otras para financiar la guerra, los actores armados han vivido detrás de las bonanzas, y por eso “La Violencia” comenzó por las regiones cafeteras y se fue trasladando hacia el petróleo en Santander y Arauca, o hacia las esmeraldas en Boyacá, el banano en Urabá, la tierra valorizada del Magdalena Medio, el carbón del Cesar, la coca en la Orinoquia o la amapola en el Cauca.
Es más: según Collier y Hoeffer, el conflicto se da cuando hay bonanzas pero el Estado no es lo bastante rico para aplastar de entrada a la guerrilla- como pasó en Colombia-; cuando hay partes del territorio donde el Estado no existe -como en Colombia-; cuando se viene de guerras mal resueltas que dejaron heridas, hombres y armas por ahí regados y listos para engancharse en una nueva guerra - como Colombia.
Cierto que, para algunos, ya no tenemos “conflicto”; y es indudable que las tasas de homicidios o secuestros disminuyeron bastante bajo Uribe, que las Farc quedaron muy golpeadas y que las Auc se desmovilizaron. Pero también es indudable que la violencia sigue, que la guerrilla no desparece y que los paras o las Bacrim al lado de los narcos mantienen vivo nuestro “conflicto armado”.
Y estos rescoldos, digamos no extinguidos, están a punto de re-agrandar el incendio, al favor y al calor de la nueva bonanza que tenemos: la minera. Diría yo, en efecto, que la “locomotora” está alimentando al menos cinco tipos de violencia que se dan o se mezclan en las regiones productoras:
-Hay la más obvia de los actores armados dedicados a explotar la minería o los mineros, porque el oro o el coltán son mucho más rentables que la droga; así sucede en Córdoba, en el Huila y en otras varias regiones de Colombia.
-Hay los pequeños mineros del oro o el carbón que están siendo expulsados, a veces con apoyo de los gobiernos locales; el alcalde de Suárez, por ejemplo, desalojó a los pequeños por “ilegales” y agudizó el conflicto que sufre la región.
-Hay los mega-proyectos ubicados en territorios étnicos que amenazan el modo de vida y los derechos de las comunidades; los habitantes del Alto Atrato, por ejemplo, recibieron 73 mil hectáreas del Gobierno, 55 mil de las cuales ya estaban adjudicadas a una multinacional que operará en terrenos “sagrados” de los emberas.
-Hay los pozos petroleros en zonas “recuperadas” por el Estado, donde vuelven y se inventan los conflictos laborales y la “acción popular” de las guerrillas; las protestas que paralizaron la producción en Puerto Gaitán o en Barranca de Upía son una muestra clara de este reinvento.
-Y hay los agentes de seguridad privada, o el pago de vacunas, o la creación de cuerpos paramilitares que las empresas mineras o energéticas requieren para llevar a cabo sus actividades; aunque la información o las pruebas al respecto no abundan, a la memoria está el famoso episodio de la Mannesmann y más frescos están los incidentes de Chiquita.
Tener recursos naturales es una bendición, y una bonanza bien manejada puede ser el despegue económico y social para un país. Pero también existe “la maldición de los recursos”, las bonanzas minero-exportadoras que en un país tras otro destruyen el ambiente, arrasan con la industria, acaban los empleos, concentran la riqueza y aumentan la corrupción.
Algo de todo eso está ocurriendo en Colombia, y de por sí sería motivo suficiente para pensar en serio el hasta dónde y el cómo debe seguir andando la gran locomotora. Y si ello no bastara, pensemos por lo menos que llevamos un karma y que la nueva guerra está a la vuelta de la esquina.