Cuando leo el borrador del decreto sobre hipoteca inversa, coincido con algunos analistas y con el Gobierno en que no es una solución al problema pensional, pero sí un instrumento que, debidamente reglamentado y protegido de la voracidad del sistema financiero, representa una opción para quienes trabajaron toda su vida por “tener donde caerse muertos” y, literalmente, les está sucediendo, porque se quedaron con su casa y una pensión mínima o, simplemente, sin ingresos.
Pero también caigo en cuenta de que el decreto, como muchas cosas en este país desde hace más de medio siglo, está concebido con mentalidad “urbana”, como si la “pobreza oculta” fuera un problema exclusivo de las ciudades; de ancianos abandonados en casas también semiabandonadas, porque los hijos se fueron, “algunos sin decir adiós”, como en la canción, o porque, en su propia lucha, solo los pueden ayudar un día sí, un día no.
“Mi abuelo tenía mucha tierra”, cuenta Juan. Son historias de nostalgia que se escuchan en las noches campesinas, en boca de ancianos atrapados en su pobreza, que en el campo no es “oculta”, pero sí marcada por la indiferencia, porque en el imaginario de la gran sociedad urbana, y a veces del Estado, hay una identificación perversa entre campesino y pobreza.
Sigue Juan con su historia: Mis abuelos tenían mucha tierra, pero también diez hijos, y la que no fueron vendiendo se la repartieron. Mis padres tuvieron seis y nosotros cuatro, que tendrán que repartirse esta parcelita cuando faltemos.
Es la historia de la fragmentación minifundista de la tierra hasta niveles que no son económicamente rentables para garantizar la subsistencia, y que deja abandonados a campesinos ancianos en la trampa de pobreza de la propiedad de su parcela; un problema que se extiende a lo que podríamos llamar la “clase media baja rural”, como también se ha encontrado en las ciudades, con la pobreza oculta de ancianos propietarios de estratos intermedios que, sin embargo, no pueden “comer casa”.
En el campo son ancianos propietarios de tierras valiosas, que se quedaron solos y sin recursos ni fuerzas para generar ingresos con ellas, pues, en contra de otro estereotipo urbano, la tierra sí “lo da todo”, pero no gratis ni fácil. El trabajo de la tierra es esforzado, requiere de inversión permanente y gran parte de su rentabilidad se queda en intermediarios y procesadores.
“Viven como pobres y mueren como ricos”, es otro aforismo rural que retrata esta cruda realidad de pequeños y medianos propietarios rurales que han dedicado su vida al trabajo de la tierra; que no saben de sistemas pensionales, ni de cesantías, ni de cajas de compensación -rarezas urbanas-, y que al final de los tiempos se quedan solos, y solo con su tierra.
Para ellos, la hipoteca inversa rural debe ser también una opción que les garantice un ingreso en su vejez; pero reglamentada y vigilada, no solo para blindarla de los criterios de riesgo y utilidad del sector financiero, que excluyen al pequeño propietario, sino para que las tierras disponibles cuando los herederos decidan no honrar el crédito, en lugar de ser feriadas en subasta por los bancos, puedan ser compradas por la Agencia Nacional de Tierras para los programas de distribución a campesinos sin tierra o con tierra insuficiente; siempre bajo el criterio de no profundizar el minifundio improductivo, que hace más pobres a los pobres del campo.
N.B. agosto 2019: ¡Yo voy a ser la jefa de la Policía; voy a coordinar la seguridad como principal prioridad! ¿Qué pasó con esa promesa? Bogotá pide auxilio.