La definición de los derechos que reclama la población ha sido encomendada a los jueces por antonomasia, desde que la humanidad adoptó el esquema de la separación de poderes a partir del siglo XVIII, en clara reacción contra el absolutismo de los monarcas, quienes concentraban todo el poder del Estado. Ha sido por tanto una conquista de la humanidad, que sea una rama independiente, ajena a la contaminación política, especializada en administrar justicia, la que en un momento dado tenga que dar a cada cual lo suyo.
Desde entonces se ha defendido con ahínco la independencia de los jueces para que puedan ejercer su función de manera independiente, sin presiones de ningún tipo. Si a algo puede aspirar un ciudadano, es que el día que se vea enfrentado en un conflicto con sus congéneres, la definición del mismo sea definida con base en la ley, con el respeto por el debido proceso y con fundamento en las pruebas allegadas al mismo, por un juez independiente.
Sin embargo, en la posmodernidad, aparecen sutiles maneras de socavar esa independencia judicial. En Colombia, en la constituyente, nos inventamos una. Bajo la premisa loable de combatir la congestión judicial, se autorizó que excepcionalmente, se les atribuyeran funciones jurisdiccionales a ciertas autoridades administrativas.
Así empezamos muy tímidamente a permitir que las Superintendencias, definieran ciertos derechos de los ciudadanos y de las sociedades. Primero, con reenvío a los jueces cuando en ciertos procesos concursales había que definir derechos; después, más atrevidos, asignando en forma permanente la definición de conflictos como los societarios a la Superintendencia de Sociedades y luego les pusimos toga a los funcionarios administrativos y comenzaron a producir jurisprudencia; … Patético.
Sin duda se producido todo un acervo de decisiones especializadas que han movido el pensamiento sobre la materia; pero también ha habido excesos u omisiones propias del ejercicio de una función sin la autonomía requerida. Lo que era excepcional, lo volvimos general y permanente y atomizamos la función jurisdiccional poniendo en el filo de la navaja el principio de independencia judicial.
Para la congestión judicial, lo que se debe hacer es crear más despachos judiciales; para la falta de especialidad lo que debe hacer es capacitar a los jueces; pero para solucionar los defectos de formación o de congestión, lo impropio, lo que no debió hacerse, fue convertir en jueces a los funcionarios de la rama ejecutiva. Lo que se ha hecho en Colombia, rompe con el principio de la independencia judicial.
Por todo ello, ¡en hora buena! la reciente decisión de la Sala Plena de la Corte Constitucional declarando la inconstitucionalidad del artículo 24, numeral 5, literal b, del Código General del Proceso que le atribuía facultades jurisdiccionales en materia societaria a la Superintendencia de Sociedades, por violar el principio de especificidad que consagra el artículo 116 de la Constitución. Ojalá sea el principio del fin de ese mal mayor que se le hacía a la independencia judicial, pasando al ejecutivo la función jurisdiccional.