En los últimos meses se volvió casi noticia corriente el ataque a renombradas obras de arte por parte de activistas que declaran hacerlo en nombre de la salvación del planeta y del rescate de la humanidad de las garras de los maléficos intereses del negocio de los combustibles fósiles.
Museos emblemáticos en París, Londres, Madrid, Milán, Múnich, La Haya, Potsdam, Dresde, Melbourne, entre otros, vieron repetir escenas similares, como las más recientes sucedidas en el Museo Leopold de Viena en el que activistas ecologistas rociaron con un líquido negro el famoso cuadro "Muerte y vida" del pintor austríaco Gustav Klimt.
Desde sincera convicción, pasando por enajenación por las redes, búsqueda de estrellato momentáneo o fanatismo ideológico, los discursos con los que acompañan sus actos resultan difíciles de entender y, menos aún, de validar.
Los daños en la mayoría de los casos han terminado siendo menores de lo imaginado, por la inocuidad final del ataque sobre las obras, gracias a la protección, bajo diversos métodos, que en previsión han hecho los museos de las mismas, pero son en realidad pérdidas irreparables las que pueden en cualquier momento resultar de estos actos vandálicos, sin hablar del “efecto llamada” que puede poner en riesgo obras en todo el mundo exhibidas en condiciones mucho menos seguras que las que han sido asaltadas hasta ahora.
Las preguntas que hacían los atacantes en la Galería Nacional de Londres o en el Museo Barberini de Potsdam - “¿qué tiene más valor el arte o la vida?”, “¿vale más que los alimentos o la justicia?”-, no parecen tener un sentido lógico. Mirados con benevolencia esos interrogantes, muestran la desesperación que guía dichas acciones; pero el efecto que producen es el contrario del que quisieran sus promotores, pues terminan debilitando y deslegitimando la causa que supuestamente defienden. Que anden merodeando por las puertas de los museos del mundo legiones de “iluminados” jugando a emular a Eróstrato -el incendiario en busca de fama a cualquier precio, responsable de la destrucción del templo de Artemisa-, no ayuda sino que pervierte el mensaje razonable de cuidado del planeta que muchos pretenden divulgar. Dañar lo bello no es una solución al problema.
Si de lo que se trata es de despertar conciencias, habría muchas otras formas si se quiere irreverentes y audaces que tendrían más coherencia y sentido, sin poner en peligro el patrimonio artístico de la humanidad. A ello llaman los cambios recientes en los ciclos de cultivos, las nevadas y los calores extremos, las lluvias incesantes no registradas hasta ahora en muchas regiones del mundo, entre muchas otras señales, que dan cuenta de la necesidad de interrogarse sobre lo que puede estar sucediendo con el planeta y sobre las posibles causas de las alteraciones sustanciales en las variables climáticas sobre las cuales alertan respetados científicos en todo el mundo desde hace ya bastante tiempo.
Seguir actuando como si nada pasara, sin siquiera interesarse por lo que ellos tienen para decir, sería simplemente otra forma de insensatez.
@wzcsg