Muchos acontecimientos de la vida nos llenan de dolor e indignación. Hay algunos que nos afectan directamente, que emergen en nosotros o nuestras familias con una fuerza tan avasalladora que creemos no ser capaces de sobrevivir. Otros hechos nos tocan más tangencialmente y en ellos somos selectivos, pues no sentimos el mismo dolor ni la misma solidaridad con las distintas maneras en que la tragedia se hace presente en la humanidad o en el planeta, comprendido como una totalidad viva compuesta por infinitas totalidades más pequeñas.
Ante la adversidad, la lógica patriarcal imperante desde hace milenios -y reforzada por el pensamiento de la modernidad- nos plantea que debemos luchar. En efecto, esa es una de las posibilidades, más no la única: podemos elegir otras alternativas. La lucha es parte de la historia humana y ha permitido la supervivencia de algunos sobre otros, en una larga cadena de confrontaciones que ha dado resultados favorables para unos, pero no para todos.
Las teorías evolucionistas nos plantean que sobreviven las especies más fuertes, las que se imponen sobre otras como fruto de una confrontación a muerte. Damos por descontado que efectivamente descendemos del mono y que estamos condenados a repetir sus conductas, aunque no haya prueba de ello. Resulta paradójico que la ciencia moderna, basada en mediciones verificables y cuantificables, en este tema específico se rija por un acto de fe en una suposición.
No siempre la lucha es la mejor manera para resolver un conflicto. Luchar contra una enfermedad, como si fuera una enemiga y no el resultado de algo que aún no hemos comprendido de nosotros mismos o de nuestro sistema familiar, nos impide hacer aprendizajes tendientes a resolver el problema. Sí, problema, palabra que tiene implícita la solución, aunque algunas corrientes de pensamiento la quieran erradicar y cambiar por desafío o reto. Hace muchos años atendí a una señora con cáncer de páncreas, el tercero que hacía -no que le “daba”-. Hizo uno primero de mama derecha, contra el cual luchó; luego uno de mama izquierda, contra el que también peleó. De las dos batallas salió cercenada, pero sin preguntarse por el origen real de lo que le pasaba. Con el de páncreas, pudo comprender, finalmente, que el origen de la enfermedad era un odio visceral -literalmente- a su marido, quien le había sido infiel años atrás. Luchar fue estéril.
Ocurre algo similar con otras luchas que nos venden en el supermercado de la cotidianidad: contra la pobreza, contra las drogas ilícitas, contra el terrorismo... Y compramos esas luchas, como si estuviesen en oferta, sin reparar en que existen otras formas para resolver conflictos como los que acabo de mencionar y que no pasan por la lucha sino por la construcción amorosa: economías más solidarias, afecto que llene los vacíos emocionales o el desarrollo de sistemas sociopolíticos y económicos equitativos que favorezcan la armonía humana. Sí, la lucha es una posibilidad de experiencia humana, pero no la única. Tenemos derecho a explorar otros caminos. La integración es uno de ellos…