Vivimos en nuestras sociedades ambientes de máxima polarización, lo cual es fácilmente verificable. Basta con echar un vistazo a nuestras redes sociales, asistir a una reunión de amigos o cena familiar y ni qué decir de lo que nos cuentan los medios de información. Estamos en un momento cumbre de segmentación, una atomización fruto de años de divisiones aparentemente irreconciliables. Lo interesante es que cuando se está en la cima ya está cercano el momento de descender de ella, con la experiencia de lo vivido.
Hemos llegado a creer que algunos otros son individuos tan diferentes a nosotros, tan ajenos a nuestra experiencia vital, que les hemos deshumanizado; nos hemos deshumanizado también a nosotros mismos en ese proceso. Hemos aprendido desde pequeños a conectarnos a partir de lo común, lo que compartimos y crea entre nosotros vínculos visibles que actualizamos cada vez que nos ofrecemos una sonrisa sincera, un abrazo estrecho, una palabra amorosa. Nos alejamos -así sea momentáneamente- cuando emerge la discrepancia, algo natural y esperable en los seres humanos, pues cada quien tiene experiencias diferentes y sentipensamientos propios. También hemos aprendido a uniformarnos, no solo en el vestido sino en las representaciones de la vida y el mundo, así que nos identificamos fácilmente con quienes portan el mismo uniforme, que en últimas es el mismo rótulo. A eso hemos llegado a reducir lo humano, a aquello en lo que coincidimos, a aquel con quien nos identificamos.
La humanidad es una totalidad, un sistema abierto en el cual existen numerosas posibilidades de ser. Sin embargo, solo acogemos esa porción con la que nos asemejamos. Resulta que humanos somos todos, desde la persona más conectada espiritualmente hasta la asesina más despiadada, sin que esas dos condiciones sean mutuamente excluyentes, pues todos tenemos sombras, penumbras y luces. Por ello, cuando nos oponemos a los otros, porque ellos son los malos y nosotros los buenos, porque nosotros somos los puros y ellos los contaminados, porque ellos son oscuros y nosotros resplandecientes, no solo estamos polarizando sino que también, en últimas, nos estamos echando cuentos. La realidad es que somos uno y la sobra del otro no hace más que reflejarnos las propias.
¿Qué pasaría si en vez de juzgar al otro por sus apuestas políticas, religiosas, culturales o sexuales le reconociésemos como el espejo que es? ¿Qué ocurriría si viésemos en el error ajeno una posibilidad para crecer, todos? Me dirán algunas personas que hay errores de errores… ¡Claro que hay diferencias y matices! ¡Claro que cuando nos equivocamos necesitamos y debemos asumir las consecuencias, que pueden incluir desde una quiebra económica hasta una condena en cárcel! Los errores no nos hacen menos humanos ni menos hermanos. Si seguimos excluyéndonos mutuamente o acogiéndonos desde alguna supuesta superioridad, continuaremos revolcándonos en los fangos ya conocidos.
Tenemos cada día la oportunidad de reconocer al otro con todo lo que es, como parte de la totalidad que también me incluye. Podemos integrarnos, para lo cual necesitamos también ir integrándonos nosotros mismos. A ello estamos invitados.