Ser presidente o candidato a la presidencia de un país es un oficio con altos riesgos, entre ellos, el de ser asesinado. Lo acabamos de comprobar, una vez más, con lo ocurrido recientemente en Estados Unidos, una de las democracias más consolidadas del mundo, donde se ufanan de tener los mejores servicios de seguridad protegiendo a sus líderes políticos. Sin embargo, casi, casi, asesinan a Donald Trump de un tiro a la cabeza.
Fue aterrador como una bala, disparada desde una terraza cercana a donde él saludaba a sus copartidarios, le voló parte de una oreja. El candidato republicano se salvó, de milagro. Como se dice, “ese día no le tocaba”.
Esa violencia política la han vivido casi todos los países, desde tiempos inmemorables; no solo en estas épocas de democracias, sino en los siglos cuando gobernaban dinastías. Sin ir más lejos, la I Guerra Mundial tuvo como causa el asesinato, en Sarajevo, del archiduque Francisco Fernando de Austria. Colombia no ha sido inmune a la violencia política, especialmente durante la horrenda época de Pablo Escobar.
Sin embargo, no deja de impresionar la cantidad de asesinatos o intentos de asesinato políticos, ocurridos en Estados Unidos.
Quizá, los más pavorosos fueron el de Abraham Lincoln, asesinado por un disparo en la nuca en 1865, durante la presentación de una obra de teatro en Washington, DC. Su asesino fue John Wilkes Booth, simpatizante de la causa sureña, quien huyó del lugar y fue abatido al ser capturado en Virginia, semanas después; y el de John F. Kennedy, asesinado en Dallas, en noviembre de 1963, por Lee Harvey Oswald, un francotirador simpatizante del gobierno comunista soviético. Oswald fue detenido días después y sorpresivamente fue liquidado por Jack Ruby en el sótano de una comisaría de Dallas quién, a su vez, también fue asesinado, días después.
En total cuatro presidentes norteamericanos han sido asesinados; los ya mencionados y James Garfield, en julio de 1881, tiroteado en una estación de tren de Washington, DC, y William McKinley, tiroteado en Búfalo, NY, en septiembre de 1901. Su asesino, el anarquista León Czolgosz, fue electrocutado luego de ser capturado y juzgado.
Interesa comparar algunas coincidencias entre este intento de asesinato contra el expresidente Donald Trump y el ocurrido contra, el también expresidente, Theodore Roosevelt, en 1912, también en plena campaña presidencial para recuperar la presidencia.
Roosevelt escapó de ser asesinado por un cantinero cuando iba a dar un discurso en Milwaukee, porque una copia doblada de su discurso de 50 páginas frenó la bala, la cual alcanzó a penetrar su cuerpo, donde permaneció el resto de su vida. Cabe anotar que Roosevelt, a pesar de estar levemente herido, pronunció el discurso que tenía preparado.
Estos eventos violentes en muchos casos cambiaron el curso de la historia y también cambiaron a los personajes que los sobrevivieron. Ese fue el caso del gobernador de Alabama, George Wallace, segregacionista furibundo, quien durante su tercera campaña presidencial, en 1972, fue abaleado, quedando paralizado de la cintura para abajo. Wallace, después del dramático atentado, replanteó, completamente, su posición política, convirtiéndose, hasta su muerte años después, en un abanderado de los derechos de los afroamericanos.
Ya veremos si este atentado donde, sin duda, Trump se portó valerosamente, cambiará la agresividad política del líder republicano.