Escribir en la universidad
Como muchos, he seguido con atención la discusión suscitada por la renuncia de un profesor de una universidad privada debido a que sus estudiantes no sabían escribir.
Por supuesto, quienes trabajamos en educación somos testigos de las dificultades que presentan los estudiantes al leer y al escribir. Todos los días decimos que son superficiales para recibir y para manejar información; que no pueden sintetizar y que los textos que producen son limitadísimos y carentes de estructura, por no hablar de los errores de ortografía.
Los profesores de la universidad miran con sospecha a los de la secundaria, porque para todos parece estar claro que a leer y a escribir se aprende en el colegio. Pero va más allá, y no es infrecuente que se culpe al final del hilo a las profesoras de preescolar; incluso en alguna reunión escuché decir que, en últimas, las culpables son las mamás. Una larguísima e injusta cadena de responsabilidades que no termina y, sobre todo, que es inútil pues no da soluciones.
Los especialistas dicen que más vale ocuparse que preocuparse. Y esto quiere decir que los problemas de lectura y escritura, antes de un elemento extraño que nos haga abandonar nuestro oficio, son la materia prima con la que trabajamos a diario.
No es fácil, sin embargo. Ocupados como creemos estar con las especificidades de las disciplinas que enseñamos, es verdaderamente difícil pensar también en enseñar a escribir a quienes ya deberían saber hacerlo. Pero es que no han terminado de aprenderlo, y esto no los hace peores; como no los hace peores que tengan que lidiar cotidianamente con Google o Facebook antes que con la biblioteca del abuelo. Tenemos estudiantes diferentes a aquellos que fuimos nosotros, y los que vengan lo serán aún más. Eso hay que aceptarlo de entrada. Así, renunciar a enseñarles otras maneras equivale precisamente a desistir de hacer nuestro trabajo; dejar a los estudiantes solos cuando más lo necesitan.
Supongamos, más bien, un alto porcentaje de estudiantes que reprobara al dar con un muy serio profesor. La institución se encontraría entonces con una cantidad de estudiantes que no alcanzan el promedio exigido y que necesitan ser nivelados: tutorías, asesorías individuales, nuevos cursos, otros exámenes: más trabajo, en últimas. Eso es pedagógico. Pero abandonar el trabajo a la mitad parece una contradicción.
Como lo veo, la clave es el compromiso. La universidad debe dar herramientas para que los estudiantes que buscan crecer en un área del conocimiento puedan evidenciar dónde están sus debilidades, y desarrollarlas. Hay que trabajar con los profesores, asesorarlos para que se den cuenta de que cada uno de ellos es un profesor de lengua, y que en la universidad también se enseña a escribir.
Eso, a la larga, significaría una mayor coherencia institucional, y para los alumnos, más claridad y exigencia; pero sobre todo, la oportunidad de hacerse fuertes en aquello que les permitirá enfrentar los retos que exige un país extraviado porque no logra ponerse de acuerdo.
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