Juan Gabriel Uribe V. | El Nuevo Siglo
Domingo, 19 de Octubre de 2014

De un tiempo para acá en Colombia se escucha la palabra conflicto como si aquello fuera la única manera de ser.  No obstante si bien la paz es el centro de los anhelos nacionales, precisamente de lo que se trata es de tener otra perspectiva porque no necesariamente aquel elemento  señala la verdadera identidad nacional. No es bueno, desde luego, presentar la Nación como un componente social que permanece en ese estado de conflictividad.

Dilucidar la cultura y la identidad colombianas no es fácil. Por lo general, los países tienen algún ingrediente específico que los destaca por sobre los demás. Ya se sabe que los colombianos han sido víctimas de un desdibujamiento, fruto de las vicisitudes que  ha tocado enfrentar y vivir. Aun así, no sería del todo cierto que la Nación pueda definirse por una situación caótica, que si existe en algunos aspectos, no lo es tanto en la capacidad que se ha tenido para paulatinamente salir a un escenario diferente.

Tampoco, ciertamente, podría señalarse, como suele hacerse en los “felizómetros” mundiales  que Colombia sea un paraíso de felicidad. Existen múltiples problemas y lo que interesa, fundamentalmente, es el empuje y la capacidad que se tenga para enfrentarlos. Nadie dudaría de que el colombiano goza de un espíritu festivo, amable y solidario cuando no está incidido por la sombra de la hostilidad, pero no es ello lo que permite señalar una identidad nacional con todas las letras.

Si fuera por las encuestas habría que decir que el país fluctúa permanentemente entre el optimismo y el pesimismo, sin que el habitante del común tenga certeza sobre el futuro, al contrario de lo que suele pasar en otros países. Y tal vez sea, justamente, la cultura del conflicto la que no permite avizorar, con mayor certidumbre, un horizonte más despejado.

Es claro, en todo caso, que hoy el país es otro al de hace diez años. No podría ello concretarse, por ejemplo, como en las consignas que hace un tiempo se tuvieron sobre el “Colombia es pasión”.  Lo más cerca que se estuvo de expresar lo colombiano pudo ser el realismo mágico descrito por García Márquez en sus novelas. Si bien ello permitió un concepto de lo que ocurrió en estos territorios como cosa normal, y que en efecto todavía sucede, el asunto se desbordó hasta no encontrar un asidero en medio de una guerra eterna.

Para explicarse lo que es Colombia, y subrayar su carácter conflictivo, muchos recurren a las múltiples guerras civiles sucedidas en el país desde la Independencia y pretenden en ello confirmar  un hilo conductor hasta hoy. Pero en otros países de América Latina ocurrieron acontecimientos similares, inclusive más estruendosos, producto de lo que suele pasar en naciones en gestación.  En la actualidad  México, verbigracia, también está en búsqueda de una identidad nueva luego de que la revolución mexicana ya no pareciera el soporte que le sirvió de plataforma nacionalista durante tantos años.  Los mismos casos del separatismo de  Escocia y Cataluña,  más allá de las circunstancias políticas y administrativas, implican en el fondo una renovación de las identidades. La aun fresca disolución de Yugoslavia en varios países fue un choque en procura de afianzar las identidades territoriales. Y lo que hoy ocurre en Ucrania es algo similar y,  del mismo modo,  el denominado Estado Islámico que es una extravagancia de la identidad vernácula.

Colombia está lejos de todo ello, pero no puede caer en la cultura del conflicto para llenar el vacío de identidad latente.  Recuperar la memoria histórica, que es la consigna de hoy, no puede tener  fundamento en una especie de lógica del  preconflicto, el conflicto y el posconflicto.  El país, reconociendo todas sus cargas a cuestas, es mucho más que eso. Y el reto, con todas las dificultades, es saberlo establecer bien porque de ello depende su vocación de futuro.