Este 4 de julio se cumplen treinta y tres años desde la fecha en que la Asamblea Nacional Constituyente aprobó el texto de la Constitución de 1991. No entró en vigor ese mismo día porque solo fue promulgada el 7 de julio, mediante su publicación en la Gaceta Constitucional, órgano oficial de la Asamblea.
No fue una reforma más de la Constitución de 1886, aunque ese era el propósito inicial, sino una nueva Constitución, que derogó expresamente la anterior, junto con todas sus reformas, como lo expresa con claridad su artículo 380.
A lo largo del proceso político que dio lugar a la votación popular sobre convocatoria de un cuerpo de reforma constitucional diferente al del Congreso -exigido desde 1910 y en el Plebiscito de 1957- se le daba el alcance de “asamblea constitucional”.
Dentro de ese criterio, el Decreto 1926 de 1990, de Estado de Sitio, expedido por el presidente César Gaviria Trujillo y sus ministros, establecía: “La Asamblea no podrá estudiar asuntos diferentes a los mencionados en el temario aprobado por el pueblo y particularmente no podrá modificar el periodo de los elegidos este año las materias que afecten los compromisos adquiridos por el Estado colombiano en virtud de tratados internacionales y el sistema republicano de gobierno".
Agregaba: "Una vez aprobado por la Asamblea, dicho texto será enviado a la Corte Suprema de Justicia, para que ésta decida si la reforma, en todo o en parte fue expedida conforme al temario aprobado por los ciudadanos en la votación del 9 de diciembre de 1990. Además, el reglamento señalará expresamente los requisitos de procedimiento cuyo cumplimiento también será objeto de control constitucional por parte de la Corte".
Pero, dado que el pueblo -en votación del 27 de mayo de 1990- no había establecido límites materiales para la asamblea que autorizaba, la Corte Suprema de Justicia, al resolver sobre la constitucionalidad del aludido decreto legislativo, declaró inconstitucionales, entre otros más, los apartes transcritos. Ello implicó que, al ser excluido el temario sobre el cual podría actuar la asamblea y al ser eliminado también un control judicial sobre las decisiones de aquélla, pasó de ser un cuerpo simplemente reformatorio a una corporación autorizada por el pueblo, en ejercicio de su soberanía, para sustituir la Constitución vigente y expedir una nueva. Así que se ejerció el poder constituyente primario u originario, no el derivado, secundario o poder de reforma.
Esto hay que recordarlo, cuando se está hablando de convocar una asamblea constituyente, porque los hechos, antecedentes y decisiones de entonces tuvieron sus propias características, y la situación actual del país es muy diferente. Mientras en 1990 la ciudadanía reclamaba una nueva institucionalidad, ante una enorme crisis -el movimiento estudiantil que propuso la séptima papeleta se denominaba “Todavía podemos salvar a Colombia”-, en la actualidad no hay un sentimiento colectivo que busque sustituir una constitución democrática, participativa, pluralista, igualitaria, que consagra con amplitud los derechos fundamentales, colectivos, económicos y políticos, en un Estado Social de Derecho.
Hoy no se trata de cambiar la Constitución para expedir una distinta, sino de cumplirla, aplicarla y acatarla. Y de atender, a su amparo, los muchos problemas existentes.