La universidad está en crisis, y cada universidad la experimenta a su manera. Merece la pena detenerse en esto, ahora que un nuevo semestre está por comenzar.
Algunas causas de la crisis son extrínsecas: el envejecimiento de la población, combinado con la reducción acelerada y sin precedentes de la tasa de reemplazo generacional; los cambios en las competencias y habilidades que demanda el mundo laboral; la transformación de las expectativas de los jóvenes y la forma en que éstas se reflejan en sus proyectos de vida; el estado de confusión cultural en que están sumidas las sociedades (especialmente en Occidente). Todos ellos son factores estructurales, difíciles de abordar y, por definición, están más allá del dominio propio de las universidades, aunque no por esa razón puedan simplemente ignorarse.
Otras son intrínsecas, y puede que tengan una fuente principal: la erosión del sentido de la universidad, de la idea fundamental sobre lo que la universidad es -y lo que no es, ni debe ser- y sobre el papel que está llamada a cumplir en la sociedad.
Esa erosión tiene diversas expresiones. Las universidades parecen haber olvidado que su objetivo es ante todo intelectual y no moral, y que el centro de gravedad de sus esfuerzos debe ser la profundización, la expansión y la difusión del conocimiento. En cambio, transitan con euforia y desorden el camino del activismo (por eso los campus se han convertido en campamentos), de la innovación (en pos de lo que, en realidad, no es sino una etiqueta o una moda), de una peculiar forma de valorización en el mercado (de ahí su obsesión por las clasificaciones y los índices, que tan nefastas prácticas alimentan en ellas como organización y entre sus profesores).
Las universidades parecen distraídas. Da la impresión de que, en sus preocupaciones, el conocimiento y la verdad -que son aspiraciones indisociables- ocupan un lugar marginal, desplazados por la acumulación de “sellos de calidad”, el aseguramiento de la “empleabilidad”, la promesa de “espacios seguros”, la oferta de “experiencias”, el compromiso con “la diversidad, la equidad y la inclusión”, la “satisfacción” de los estudiantes,-tratados como clientes a los que hay que “retener” y “complacer” facilitándoles todo, especialmente el “aprendizaje”, que debe ser “práctico”, “pertinente”, “entretenido y ameno”, y rápidamente redituable.
Un peligroso extravío sobre el cual advirtió el cardenal J.H Newman, comisionado para fundar la Universidad Católica de Irlanda: “La educación no busca recrear ni tampoco alcanzar metas o logros; de ser el caso, fácilmente se puede confundir una persona educada con alguien que es ajeno o alejado de vicios y excesos, pero no: la educación es una palabra de un profundo significado, es la formación de la persona (para recibir) el conocimiento”.
Los jóvenes que ingresan a la universidad parecen estar igualmente distraídos como consecuencia del entorno, los estímulos y los mensajes que actualmente prevalecen en la sociedad, a los que, obviamente, no son impermeables. Muchas veces, la universidad hace más bien poco para contrarrestar sus efectos. Antes bien, los refuerza y convalida; y así, los perpetúa.
Lamentablemente, la distracción de las universidades es tal, que no tienen tiempo para detenerse en esto.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales