La mayoría de los políticos colombianos, y con ellos sus agrupaciones partidistas, padecen de una abismal desconexión con el sentir y el pensar ciudadano. No es fenómeno nuevo, sino situación que se ha agravado bajo la absoluta indiferencia de los congresistas, más preocupados por las gabelas con las que el Gobierno asegura su lealtad y respaldo que por las aspiraciones de la sociedad y el cumplimiento de sus obligaciones para con ella.
Viven entrampados en burbujas azucaradas en las que reducen sus deberes y actividades al usufructo de sus intereses personales, con olvido, cuando no desprecio, de las necesidades y los anhelos de los colombianos. Gozan por ello de un desprestigio generalizado y creciente, pero merecido por la burla reiterada a las preocupaciones de sus electores.
Las circunstancias que rodearon la campaña del plebiscito y el resultado de la votación con la que se negó el acuerdo, firmado sucesivamente dos veces en La Habana y otra más en Cartagena, no han recibido del Gobierno y de sus partidos de apoyo la lectura que corresponde, como lo evidencia la repetición de la cadena de errores, desaciertos y arrogantes imposiciones con las que pretenden simular la refrendación popular del supuesto nuevo acuerdo de paz.
Y a esa marcha en contravía se sumó el Partido Conservador, bajo la férula de sus congresistas, en una convención que se redujo a la elección de una directiva, en su mayoría integrada por subalternos y empleados de los parlamentarios, sin reconocimiento en los diversos estamentos de la colectividad azul.
No se permitió la reafirmación de sus principios ideológicos, ni expresión de su posición sobre el maquillado acuerdo de paz, ni sobre la reforma tributaria, ni sobre la crisis que agobia a la justicia, ni sobre la corrupción que invade impunemente a la nación, ni sobre la descomposición que se pretende de la familia, ni sobre la permisividad que favorece la drogadicción entre adultos adolescentes y niños, ni sobre la inseguridad que afecta a los ciudadanos consternados por la inacción del gobierno y la despreocupación de sus áulicos.
La meta de la unidad por la paz consiste en escoger su portaestandarte en el 2018 para presidir un Gobierno de transición hacia el socialismo del siglo 21, sueño de los sobrevivientes del marxismo leninismo y de extraviados progresistas, sin percatarse del fracaso que espera a quienes encarnen la continuidad de tantos desaciertos o la reencarnación de un comunismo adalid de despotismo y pobreza.
El próximo Presidente no será de partido o de coaliciones partidistas, sino quien sepa escuchar la voz ciudadana y leer con claridad sus aspiraciones.