El mal es siempre ostensible, protuberante. También es engañoso, pero lo uno no excluye lo otro. Si no fuera ostensible, no habría libertad de conciencia ni sindéresis posible. Si no fuera engañoso, no se caería tan fácilmente en aquella paradoja sobre la que advirtió san Pablo a los romanos: “no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero”. Paradoja de la que el apóstol deduce, además, una ley que confirma el carácter a la postre evidente del mal: “aunque quiera hacer el bien, es el mal el que se me presenta”.
Lo que ocurre es que, con demasiada frecuencia, se está dispuesto a ser cómplice del engaño del mal. Se lo esconde. Incluso se niega su presencia. Se lo transparenta, en suma, para hacerlo invisible. Es comprensible: es más cómodo ignorar el mal que afrontarlo, silenciarlo que denunciarlo, cerrar a conveniencia los ojos que reconocerlo a la luz de una verdad pungente.
Los execrables actos cometidos recientemente en territorio israelí por Hamás-que se añaden al extenso catálogo de sus atrocidades- han dado pie a numerosas y perversas muestras de tal disposición.
Están, para empezar, los eufemismos: calificar de “afectaciones a civiles” lo que no es sino puro y llano terrorismo; lamentar la “muerte” y no el “asesinato” de sus víctimas. O la omisión torticera de la repulsa, que pretende sanearse con un manido llamado al diálogo y la paz. Todo lo cual rezuman, con vergonzosa indolencia, los comunicados oficiales del gobierno colombiano.
Para transparentar el mal se acude también a las falacias. A la del tu quoque (whataboutism, dicen los anglosajones), que pone en entredicho la legitimidad de un argumento con una contracusación, mientras se evade con maña el deber de denunciar el mal, que así queda justificado o, por lo menos, relativizado. A la falacia ad misericordiam, que invoca sentimientos y despierta una manipulada empatía para excusar lo inexcusable y eludir sus consecuencias. O a la falacia de conclusión irrelevante, que no por cierta valida la defensa de lo indefendible. Todas las cuales -entre otras- rezuma la propaganda que ciertos activistas han presentado últimamente como análisis, que aplauden algunas audiencias ya sea por candidez o porque así confirman sus prejuicios.
O se recurre, sin acabar el inventario, la equidistancia moral, síntoma de pereza intelectual y contubernio con el mal que con ella se encubre. Porque jamás están a la misma distancia la dignidad y el sufrimiento de las víctimas -que lo son por inocentes- y las (presuntas) razones de los victimarios -que lo son por culpables-, cualquiera que sea la causa que enarbolen.
Tarde o temprano, sin embargo, el mal se revela. Quien saludó la salvaje incursión de Hamás como una “primavera palestina” encontrará que no hay primavera en el desierto al que, una vez más, Hamás ha confinado al pueblo palestino. Quien se negó a llamar las cosas por su nombre las constatará por sus devastadoras secuelas. Quien quiso engañar a la lógica se topará con sus leyes de hierro. Y quien se puso equidistante acabará descubriendo que, en el terreno moral, la equidistancia es sólo un extravío.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales