El artículo 2 de la Constitución confía a las autoridades la función de proteger a todas las personas en sus derechos y libertades.
Pero, si algo está afectando a los colombianos, y de manera muy grave, es la terrible inseguridad, tanto en las ciudades -comenzando por Bogotá- como en las carreteras y en muchos puntos de la geografía nacional. No cesan los ataques y amenazas de las organizaciones subversivas -incluidas las que se han comprometido a cesar el fuego-, sus disputas territoriales, las vendettas entre narcotraficantes, la creciente actividad de la delincuencia común. Tanto los funcionarios públicos -inclusive los que cuentan con esquemas de protección-, como los indefensos particulares y sus familias, han perdido la tranquilidad necesaria para el ejercicio de su libertad y de sus derechos. Las personas son agredidas en las calles, en los caminos, en los restaurantes, en el transporte público, en sus viviendas.
En los últimos años, el país parece haberse acostumbrado a ver y a escuchar, en medios y redes sociales, los informes y noticias sobre masacres, atentados contra sedes policiales, asaltos, sicariato, secuestros, extorsiones, asesinatos de líderes sociales, enfrentamientos entre bandas, desplazamientos y muchas otras modalidades delictivas. En fin, toda una serie de conductas criminales -la mayoría en impunidad- que tienen atemorizada a la población. Todo se soluciona con anuncios de recompensas, cuando ya los daños están causados, y con las consabidas promesas oficiales sobre “todo el peso de la ley” que -quién sabe cuándo, o quizá nunca- caerá sobre los responsables.
Dos hechos recientes nos muestran la gravedad de la situación: que una teniente del Ejército y sus dos pequeños hijos hayan sido secuestrados y que también lo hayan sido el gobernador de Arauca, junto con su esposa e hijos, y con todos sus escoltas, quienes -por si fuera poco- fueron despojados de sus armas de dotación. Y, así haya sido por poco tiempo, en ambos casos se trata de secuestros, no de “retenciones”, como suele decir el Gobierno.
En Bogotá y en sus alrededores -particularmente a lo largo de este año- la situación se ha tornado insostenible, y el gobierno distrital parece no percibirlo. Prefiere los discursos a la acción, culpa al presidente de la República -aunque el artículo 315 de la Constitución señala que es el alcalde la primera autoridad de policía del municipio o distrito y que la Policía, por conducto del respectivo comandante, cumplirá sus órdenes con prontitud y diligencia-. La administración decidió adoptar una “solución” que ha empeorado las cosas: levantar la prohibición del parrillero en las motocicletas. Entonces, como puede comprobarse en varios videos, el parrillero, a pie y armado, amenaza y comete los delitos contra personas inermes, corre hacia la moto en que lo espera su cómplice, sube a la parrilla y los dos escapan a gran velocidad. O simplemente dispara o arrebata los celulares, desde la parrilla.
La inseguridad existente implica que la ciudadanía, por justificado miedo y por prevención, ha perdido su derecho fundamental a circular libremente por todo el territorio nacional -garantizado en el artículo 24 de la Constitución- y la inviolabilidad de su domicilio -artículo 28-. Sin seguridad no hay libertad, ni derechos.