Habíamos celebrado la santa misa con la cordillera oriental como telón de fondo y frente a una casa que la Iglesia ayudó a reconstruir para una familia campesina. Después del santo sacrificio compartimos un delicioso almuerzo, cocinado con leña, con perdón de los ecologistas, y cuyo sabor y temperaturas son inigualables. Estábamos en una región de entrada al páramo de Sumapaz. Allí el cultivo principal desde años que se pierden en la memoria de los tiempos es el de la papa.
Había escuchado por años a los campesinos sus lamentos por el bajo precio con que les pagaban la papa en todas partes. En Corabastos, en los compradores que van a la vereda, en una ciudad o en la otra. Y siempre oyendo la ridícula respuesta de que es el “mercado” y que no hay nada qué hacer. Y los precios de los abonos y herbicidas son descomunales con o sin invasión de Ucrania. Y los jornales para los obreros son altos, si es que consiguen quién se incline para recoger la papa, porque ya todo el mundo agarró para la ciudad en busca del sueño bogotano (¿?). Esa suele ser la vida de los campesinos que tienen unos espacios de tierra no muy grandes y que no sabemos por qué no han bajado a las ciudades todavía a clamar por justicia social hacia ellos.
Pero esta vez los vi sonrientes y conversadores. ¿La razón? La papa la están pagando bien: $300.000 la carga. ¿Cuándo se había visto tal cosa? Cuando les iba supuestamente bien, les pagaban miserables $ 100.000 o $ 140.000 por carga. Pero $ 300.000 jamás de los jamases. Y aunque los insumos también les subieron, alcanzó este año para tener algunas utilidades importantes, para pagar deudas, para guardar una plata hasta la próxima cosecha, para comprar la semilla que se necesitará en seis meses. Y podrán ir al pueblo a comprar ropa nueva, botas de caucho, herramientas, a comerse un helado y, seguro, porque así son de buenos, a dejarle a su parroquia una ayuda para lo que se ofrezca o pagar unas misas. Son increíbles.
Esta historia sirve para acordarnos de algo sobre lo cual no nos gusta hablar. La buena y barata vida de los alimentos en la ciudad está montada infinidad de veces sobre la ruina y miseria de muchos campesinos, pequeños propietarios. Gobernantes e intermediarios, almacenes grandes y pequeños, surtifruveres y carullas, se lucran de la pobreza y del trabajo durísimo del trabajador del campo. Y si bien es cierto que en algo ha mejorado el nivel de vida de las gentes del campo, en las ciudades nos falta una conciencia inmensa acerca de la situación de los pequeños productores de alimentos. Pues, como para sacarse la espina, aunque sea una vez en cien años, los paperos están felices porque la papa está cara, es decir, tiene precio justo, y no se cambian por nadie. Premio justo y merecido.