Un viejo fantasma social que siempre hay que estar listos a atajar es el que nos pone en la fea tarea de clasificar a las personas en una u otra categoría peyorativa. No se trata de la organización de las comunidades para atender mejor a sus individuos, sino de una propensión a creer que hay unos seres humanos que valen más que otros, cosa que es inaceptable. Este fantasma actúa incansablemente y tiene discursos racistas, sexistas, nacionalistas, economicistas, a veces de orden religioso.
En el fondo de estos disparates está esa posición mental subdesarrollada que tiende a pensar y creer que, por razones misteriosas, algunas personas valen más que otras, siempre y en todas las circunstancias. Tiene una dificultad muy grande para aceptar con gusto que todo ser humano por el solo hecho de existir, desde su concepción hasta su muerte natural, es merecedor como todos los demás de un trato digno y respetuoso, sea cual sea su estado de vida.
Todavía se conservan muchos elementos culturales que impiden reconocer la dignidad inalienable de todo ser humano desde que está en el vientre materno hasta que muere. Ahora, con el tema de la vacunación, se comienzan a escuchar argumentos nacionalistas, como si el haber nacido aquí o allá, hiciera a unos, más personas que a otros. Con los temas de la vida, la discusión es interminable ya que con el falaz argumento de proteger los derechos de unos y unas, no se ve problema en eliminar a otras personas, básicamente porque no se pueden defender. Como si no se tratara de personas.
Pero también en el orden de las relaciones económicas se ha consolidado, en muchos campos, la idea de que hay gente muy importante y al resto se le mira, usando una palabra muy en boga, como un simple rebaño merecedor solo de las migajas del bienestar. Y se les trata como componentes de rebaños, o sea, como animales. Cada centímetro que se pierde de una mirada completa del ser humano, de la persona, facilita catastróficamente su maltrato y hasta eliminación.
Estamos en una época dedicada a corregir estereotipos del pasado que, en la práctica, por lo general, han resultado enormemente destructivos y discriminatorios, no para unas cuantas, sino para miles o millones de personas. En ese ejercicio mental bien vale la pena darle el lugar que merece a la centralidad de la persona, del ser humano. Mientras esto no suceda, hombres y mujeres, serán instrumentalizados con muy diversos fines y tratados como medios y no como fines de todo proyecto verdaderamente humano. No reconocer la humanidad de cada persona ha sido la causa de los holocaustos, de los totalitarismos, de las dictaduras, de la corrupción, de las infidelidades en todos los sentidos, de las traiciones y de todos los males que se podrían haber evitado desde tiempos inmemoriales.
A un ser humano que comienza a vivir se le deberían enseñar dos cosas y grabarlas con letras indelebles en su alma: Dios es Dios, una persona es una persona. Ambos son intocables. Merecen solo amor y respeto. Es que se me olvidaba: Dios es persona y tres veces, para que no quepa duda del valor de esta realidad.