La prudencia | El Nuevo Siglo
Lunes, 24 de Octubre de 2022

La prudencia, desde la antigüedad y particularmente durante la edad media, junto con la justicia, la fortaleza y la templanza, fue calificada como una de las llamadas “virtudes cardinales” que debía tener el buen gobernante para poder adoptar las decisiones adecuadas a la realidad y conducir su ciudad o reino por el buen camino. La prudencia era la primera ellas, y se entendió que actuar bajo su guía implicaba recoger la experiencia, esto es, conocer el pasado para así poder “prever”, es decir, ver con anticipación, o “prevenir” lo que en un futuro pudiera acontecer. Por ello en algunas representaciones iconográficas del medioevo y del renacimiento de dicha virtud, aparece tanto el ojo avizor, como los espejos enfrentados: uno que muestra el pasado y el otro el futuro.

También se llegó a representar la prudencia con un cedazo o tamiz para expresar la idea de discernimiento, esto es, el “juicio por cuyo medio percibimos y declaramos la diferencia que existe entre varias cosas”. De esa manera se puede separar lo que tiene peso o importancia, de lo superfluo o banal. Otro de los símbolos que se utilizó fue el compás, porque este instrumento indica la mesura en la toma de decisiones. Es por ello que la prudencia -a veces llamada “cordura”- y la sabiduría, en muchos casos aparecen como una sola y así fueron fundidas o confundidas en varias representaciones alegóricas.

En relación con nuestra convulsionada realidad, es necesario recordar esa virtud política que nunca ha perdido vigencia. Así, al momento de adoptar decisiones, es aconsejable basarse en ella. Y en ese sentido,  es pertinente recordar que “escarmentar” es aprender de los errores propios o ajenos para evitar caer en ellos. Nada impide la acción, ni la audacia cuando así lo impongan las circunstancias, pero en todo caso es necesario identificar el objetivo y prever las consecuencias.  La prudencia, como lo dijera hace siglos Gilles de Rome, “es como un ojo que permite identificar el bien y el fin que se persigue”, a la manera del buen arquero que, para acertar, requiere ver claramente el blanco.

No siempre parece haber tiempo para la reflexión. Los hechos se atropellan unos a otros, cada cosa es más grave que la anterior;   y nuestra particular idiosincrasia parece regirse más por los impulsos pasionales que por el raciocinio. Vivimos en un ambiente de discursos -a veces impertinentes o improvisados- para calmar el problema del día, como si las solas palabras pudieran siempre, y por sí mismas, cambiar la realidad. Terminamos entonces  inmersos en una verborrea que nubla el pensamiento.

Ya no nos permitimos el silencio para hacer un alto y se cede a lo inmediato. En ese sentido es bien diciente que otra de las representaciones simbólicas de la prudencia fuera el ciervo, que no solo es un animal ágil y veloz cuando percibe el peligro, sino que también es un rumiante. Y rumiar metafóricamente significa  hacer consideraciones concienzudas, esto es, detenerse para dar lugar a la reflexión, y así poder actuar certeramente. El silencio -tan difícil de lograr en estos tiempos de ráfagas y estridencias, y de enorme caudal de información tanto falsa como verdadera- nos permite mayor abstracción, para de esa manera separar o entrelazar los elementos y organizarlos en el pensamiento. Por estos días, ¡cuántos silencios servirían más que mil palabras!

 @wzcsg