Muchas veces, por no decir que muy frecuentemente, la cotidianidad nos atropella. Solemos vivir de presión en presión, trabajando por los resultados pero perdiéndonos los procesos, en los cuales aprendemos mucho más si los vivimos no de manera automática sino desde la plena presencia.
Paulatinamente, la vida se puede ir convirtiendo en una carga muy pesada al ir acumulando día sobre día y noche sobre noche, bien sea en rutinas impuestas desde afuera o en las construidas por nosotros mismos y que incluso parecen no serlo cuando no cumplimos horarios, trabajamos en forma independiente o tenemos nuestra propia empresa. Corremos el riesgo de confundir lo importante con lo urgente, más aún desde las exigencias de las sociedades contemporáneas que todo lo quieren medir y cuantificar, estandarizar y normalizar.
Por fortuna, existen todos los días situaciones que nos permiten reconectarnos con la vida y recuperar nuestra capacidad de asombro, aquella que teníamos en la infancia cuando todo nos maravillaba y encontrábamos un gozo profundo en lo sencillo. Aunque pasen los años y cambiemos los números del calendario, como haremos el próximo martes, seguimos llevando adentro a nuestro niño o niña interior, que salta, juega, observa, curiosea y fantasea. Le dejamos salir al ir caminando y detenernos a contemplar un arcoíris, que efímero nos regala su belleza. También cuando percibimos el aroma de esas flores que siempre han estado en nuestro camino, pero que hoy nos atraen con su olor. O cuando elegimos no abrir el paraguas bajo la lluvia, sino dejar que cada gota nos acaricie con su humedad amorosa y llegamos a casa, mojados, vivos, fundidos con el agua que somos.
Simbólicamente entraremos dentro de unas horas en un nuevo tiempo. En realidad, el momento nuevo es cada segundo, cada instante; pero, como necesitamos hitos vitales para tejer la existencia, marcamos días especiales para comenzar la siguiente etapa del viaje y sentirnos renovados, listos para emprender la partida. Ojalá que en el año que llega tengamos más momentos de conexión: más miradas profundas que encontrar en vez de esquivar; más amaneceres multicolores o atardeceres pincelados; más sonrisas con personas desconocidas, espejos momentáneos de nuestra existencia. Ojalá aprendamos que cada minuto vivido es un milagro, al igual que cada paso dado, cada aire respirado, cada lágrima llorada. Ah sí, que en lo doloroso que hayamos de atravesar también podamos reconocer el amor, que la tristeza sea pretexto para pedir un abrazo o mojar un hombro ajeno, en total vivencia de nuestra vulnerabilidad.
La rueda del tiempo sigue su curso; en cada uno de sus trescientos sesenta grados habrá maravillosas oportunidades para seguir aprendiendo, lo cual en resumidas cuentas equivale a continuar viviendo. Ojalá que cada noche podamos reconocer que hicimos nuestro máximo esfuerzo para estar vivos, que la respiración no fue simplemente mecánica sino que por raticos la hicimos con consciencia. Ojalá que cada amanecer en verdad logremos despertar, para que se siga actualizando el milagro de la vida. ¡Ojalá tengamos un cada vez más consciente Año Nuevo!