La figura del presidente Petro perdido en los salones de la Casa de Nariño, en las penumbras del París bohemio, en la amazónica Belém do Pará, con sabor a caipirinha, o navegando entre los meandros de las ciénagas míticas del San Marcos sucreño representa, con patetismo, lo que se ha llamado la “soledad del poder”, ese fenómeno enigmático que lleva consigo la victoria.
La desconfianza en los ministros, que cambia con frecuencia, y en sus asesores, que van y vienen; las dudas para nombrar a unos y desnombrar a otros; las vacancias que no se llenan, la necesidad imperiosa de renombrar a Laura Sarabia, son manifestaciones del mismo fenómeno.
Se ha dicho que es imposible superar la “soledad del poder”. Eso explica, tal vez, el placer compensatorio de hablarle a las multitudes y de lanzar órdenes perentorias desde la plaza pública. Es como un “hágase la luz”, que sorprende a todos y son más fáciles de decir que de cumplir.
Pero, por el otro lado, las muchedumbres convocadas por fuerzas sociales y políticas de la oposición, van languideciendo por entre las callejuelas de las urbes de hoy. Se prefiere el silencio a la arenga, quizás porque los celos entrecruzados inducen a que nadie hable para que nadie sobresalga. Tampoco queda el mensaje que convoca o se pretende, con McLuhan, que la manifestación es el mensaje. Se ha perdido de vista que la batalla es frente a un gran orador de plaza pública que sabe trasmitir sus ideas. Por eso llegó a la Presidencia de la República.
Aun no se perfilan los sucesores del caudillo de la izquierda gobernante. Desde la contienda pasada hay orfandad en ese escenario. Petro no tuvo rival a la altura de su campaña, de sus propuestas y de su interpretación sesgada de la historia nacional. Tampoco se aprecia que esté surgiendo una personalidad como la que se necesita: que represente a la Colombia democrática que hemos sido y que, como tal, empuñe el timón de mando con capacidad, ruta trazada y sueños por cumplir. ¡Que haga renacer la esperanza en nuestro porvenir!
Tanto los opositores del actual gobierno como los independientes creen estar cumpliendo su tarea. No se han descuidado en el combate, y hoy se espera que en octubre 29 suenen las salvas de muchos triunfos. Bogotá, Medellín, Cali, Cartagena, por ejemplo, se recuperarán para la democracia. Pero, falta todavía construir una alternativa desde la grandeza del comportamiento y por la grandeza del objetivo: retomar para el sistema democrático representativo la dirección del Estado.
La contienda está adquiriendo perfiles complejos. El gobierno se la está jugando para llevarnos a un socialismo que siempre ha fracasado en América Latina. Y que se queda en el poder sobre el cadáver de las libertades. Por eso, se despide de los altos cargos a las figuras del centro político y se les niega el diálogo creativo a las fuerzas empresariales. El “Acuerdo Social” de que habla el presidente Petro se acerca mucho a la enigmática e insistente propuesta del Eln de “participación de la sociedad”.
Ya resulta amenazador que en cada intervención presidencial la mano tendida sea para la delincuencia armada y los dardos para el mundo del capital y el mercado. Al mismo tiempo, la seguridad se desvanece en manos de un ministro de Defensa inepto, que no ha superado sus odios a la fuerza pública.
Mientras tanto, el expresidente Gaviria continúa ejerciendo una vigilante e inteligente vocería por la democracia. El Partido Liberal, a pesar de las tentaciones, no desandará su camino de logros y conquistas sociales. Desde la oposición rosada, el expresidente Uribe sigue martillando el yunque y muchos de los suyos se destacan en la lucha. Germán Vargas, siempre altisonante y aguerrido, es una muralla que no cederá a los embates del adversario. El Partido Conservador ha recobrado su andar altivo, propio de sus días de esplendor. Su director, Efraín Cepeda, puede exclamar con optimismo: Yo llevo la bandera. El Partido de la U sabrá cumplir con sus obligaciones democráticas. Los Verdes se han batido bien y no se han dejado confundir con la Colombia Humana. La nueva contienda encontrará intactos los batallones democráticos. Ahora, solo falta un nuevo y avezado capitán.
Finalmente, estoy de acuerdo con Petro: Es un error mayúsculo tratar de tumbarlo. Un presidente legítimo debe terminar su mandato de cuatro años.