El paquete de reformas al sistema de salud, laboral y pensional que el gobierno del presidente Gustavo Petro presentó al Congreso de la República este semestre, así como, la reforma en materia agraria, anunciada para el segundo semestre; además de las que se presentarán en 2024, conforman una ambiciosa agenda de reformas gubernamentales no muy frecuentes en Colombia desde los años 90 del siglo pasado, cuando comenzaron los desarrollos institucionales y legislativos de la Constitución Política de 1991. Es la agenda con la que se busca responder a la crisis estructural, agravada por la pandemia y en el contexto complejo del cambio climático.
Esta semana comienza la recta final del segundo periodo de sesiones de la legislatura que terminará el próximo 20 de junio y, las reformas a la salud, laboral y pensional, junto con el Plan Nacional de Desarrollo y otros proyectos de ley (humanización de la política criminal y penitenciaria, por ejemplo) enfrentarán debates decisivos en el Congreso de la República. Pero, el panorama sobre el alcance del apoyo de algunos de los partidos de la coalición de gobierno que les aseguraría mayorías a las reformas para su aprobación, no está despejado. Una de las razones de tal situación se encuentra en la arraigada “desconfianza” en ciertos sectores políticos y sus aliados económicos sobre el quehacer del Estado para hacer frente a la llamada multicrisis actual, pues las reformas del gobierno suscitan un replanteamiento de dicho quehacer. Y, esta vez no se trataría de debilitarlo.
No obstante, las recomendaciones en instancias multilaterales de desarrollo sobre la necesidad de avanzar con reformas estructurales para responder adecuadamente a la crisis actual, en Colombia, la discusión no ha resultado fácil. Y en algunos temas fundamentales se utiliza como instrumento para exacerbar la polarización política. Las reformas impulsadas por el gobierno involucran prácticamente a todos los sectores de la administración del Estado y, aunque su discusión se viene dando en múltiples escenarios ciudadanos, económicos, académicos, gremiales, políticos e institucionales, un sector importante de quienes se resisten a corregir el rumbo, pese a la evidencia, esgrimen argumentos y prejuicios que en parte parecen detenidos en el debate de los años noventa del siglo pasado.
Y es que desde la implementación de las reformas en América Latina y Colombia, siguiendo la partitura del fallido consenso de Washington, una buena parte de la dirigencia política tradicional comparte y defiende la visión sobre el papel mínimo del Estado y su fórmula de privatizaciones para impulsar el crecimiento económico. Por ello, su oposición y resistencia a reformas como la de la salud, a la que señalan de buscar la conformación de un supuesto monopolio estatal, por ejemplo.
Los debates sobre las reformas no deben desconocer la magnitud de la crisis ni la tendencia creciente en la necesidad de fortalecer el papel del Estado en su solución, sobre todo en un contexto asimétrico de relaciones económicas y de desarrollo que toca a países como Colombia. Seguir haciendo política electoral, deslegitimando el papel del Estado y accediendo, a la vez, a su poder para reducirlo, es una fórmula que ha generado inequidades y prácticas non sanctas. Es hora de dar mayor legitimidad al Estado con mejores instrumentos para propiciar mejores política y gobiernos con real inclusión e incidencia ciudadana.