Pocas cosas han sido tan nocivas para el estudio, el análisis y la comprensión de la política exterior colombiana del último siglo como el uso recurrente de dos latinajos -“respice polum” y “respice similia”- para describir y explicar el comportamiento del país en sus relaciones con el resto del mundo. De ello son responsables, en primer lugar, los académicos. Pero también los opinadores e incluso los tomadores de decisión, que de vez en cuando se arriesgan a acuñar su propio latinajo: “respice omnia”, “respice orbis” o “respice unitatis”. (¡Que la lengua de Virgilio perdone a quienes confunden genitivo con acusativo!)
Los latinajos de marras, originados en el discurso de sendos presidentes de la República, Marco Fidel Suárez y Alfonso López Michelsen, tienen la virtud de la sonoridad y el defecto de la sobre-simplificación. Virtud que sobresale en medio de la silenciosa ausencia de verdaderas doctrinas y de grandes estrategias de política exterior. Defecto que ha inducido más de un error grave de óptica que, a la postre, acaban repitiendo generaciones enteras de internacionalistas como si fuera un mantra, al que a veces acompañan con otras jaculatorias igualmente maniqueas -como “autonomía versus subordinación”-.
La verdad es que mirar hacia el norte, hacia la estrella polar, no significó nunca de suyo ignorar el vecindario o acatar simple y llanamente los “dictados” de Washington. Tampoco estriba en ello la causa de que el país mantuviera un “perfil bajo” -categoría que también tiene un origen académico- en sus relaciones exteriores. De la misma manera, la formulación del “respice similia” no bastó para configurar relaciones de cordialidad y confianza con los vecinos -los semejantes-, ni supuso una ruptura del alineamiento general con los Estados Unidos, ni implicó, por el solo hecho de mirar hacia otro lado, que el país se convirtiera en líder o protagonista -en un actor “de mayor perfil”- en la escena internacional.
Ni qué decir tiene que distintos gobiernos miraron unas veces a un lado y otras a otro, según lo dictaba la ocasión, la necesidad y el criterio. Y ni qué decir tiene tampoco que, en sí mismo, mirar a los semejantes no es mejor (ni más correcto, ni más útil, ni más deseable) que mirar hacia el norte -o al revés-. Intereses hay que son convergentes y divergentes, y a fin de cuentas, lo que importa es cómo se aprovecha la convergencia y como se resuelve la divergencia para alcanzar el objetivo deseado, de manera prudente y razonable. Hacer otra cosa sería caer presa de un dogmatismo que la historia ha demostrado ser sumamente nocivo, e incluso contraproducente. Ser “más autónomo” no es necesariamente “más óptimo”, y la “subordinación” es a veces una forma sofisticada de ampliar los márgenes de maniobra. A la larga, la “subordinación” y la “autonomía” en política exterior son lo que los Estados hacen de ellas.
En la víspera de un nuevo gobierno, en lugar de andar desempolvando latinajos tan sonoros como engañosos, y en lugar de torturar la lengua latina con incorrectas declinaciones, los pensadores de los temas internacionales y los estudiosos de la política exterior colombiana, o quienes simplemente miran con curiosidad estas materias -incluido el autor de esta columna-, harían mejor dedicando sus esfuerzos a hacer el inventario más honesto posible del legado del gobierno que está por concluir.
En ese inventario hay aciertos, errores y fracasos. Aciertos -como el ingreso del país a la OCDE- que hay que aprovechar; errores que hay que corregir -como haber vendido a la comunidad internacional la expectativa de una paz fácil e inmediata-; y fracasos de los cuales hay mucho que aprender -como la persistente incertidumbre sobre los derechos de Colombia en el Mar Caribe-. Hacerlo es imprescindible para definir la ruta por la que habrá de transitar la política exterior de los próximos cuatro años, a veces mirando hacia el norte, otras al vecindario, y casi siempre, hacia adentro y más allá. *Analista y profesor de Relaciones Internacionales