Los seres humanos hacemos lo mejor que podemos con el conocimiento que tenemos. La vida es un intercambio permanente de información, la cual queda registrada en nuestro ser, no solo en el cerebro, sino también en el sistema digestivo, los músculos, la piel, ¡y cada célula! A partir de esos registros nos relacionamos con nosotros mismos, los otros y el mundo. El asunto se torna complicado, pues mucha de esa información es inconsciente y, sin embargo, desde ella también elaboramos dinámicas vitales. Es parte del juego.
Recibimos información desde antes de encarnar: ya venimos con misiones específicas y nacemos en las condiciones óptimas para dar cumplimiento a ese propósito vital. A esa información se suma la generada en el intercambio genético entre mamá y papá, y que trasciende lo biológico para remontarse a lo transgeneracional, pues también recibimos la herencia emocional de todos nuestros ancestros. Por si todo ello fuese poco, durante la vida intrauterina y en los procesos perinatales también adquirimos nueva información, que no simples datos aislados. De todo ello no somos conscientes, como posiblemente de muchas situaciones vividas desde nuestra primera infancia, pero que sin duda alguna dejaron huella en lo que somos.
Aquí y ahora somos fruto de todo ello: del amor que recibimos o no, de la contención o del rechazo, del dolor que nos han causado y las heridas que aún no hemos sanado. Con todo ello, ni más ni menos, construimos todas las relaciones, desde las más profundas con nuestros padres, nuestra pareja o nuestros hijos, hasta las más efímeras de la cotidianidad. Nos encontramos unos con otros con todo ese bagaje, haciendo en cada momento solo lo que nos posibilitan los aprendizajes que hayamos tenido hasta el momento. Por todo ello estamos llamados como humanidad a ser compasivos, incluso con quien no lo es, pues seguramente la información que tiene no le permite codificar ni actuar la compasión.
Somos aprendientes en este pequeño punto de la creación. Como tales cometemos errores, hasta que tengamos la información para no cometerlos; incluso ya sabiéndola podemos llegar a desconocerla en un determinado momento. Somos el resultado de la interacción compleja de todos los datos que configuran las informaciones que tenemos. Desde ellas desarrollamos las acciones luminosas que nos hermanan y las sombrías que nos separan. La diferencia entre unas y otras es la información que tenemos consciente y la que no. Sobre las dos estamos llamados a responsabilizarnos. Sí, como especie nos seguimos matando, fomentando guerras, destruyendo la naturaleza y negando al otro de múltiples maneras. Todo ello hace parte de este experimento vital.
Que no seamos conscientes en algún momento de la información que subyace a nuestros actos no quiere decir que no debamos enmendar los errores, pues justamente ello hace parte de los aprendizajes. Lo que sí podemos hacer es reconocer que si el otro actúa en contravía del amor es porque aún no lo ha integrado. No lo hemos integrado del todo. Ello merece nuestra más profunda compasión.