Entre más compleja y complicada la vida moderna más valiosa resulta la experiencia religiosa. Tiene que ver, por ejemplo, con esos ratos largos en los que Jesús se retiraba a hacer oración en un monte, en el desierto o al otro lado del lago de Galilea. La Iglesia y otras confesiones religiosas serias, procuran ofrecer esa experiencia a quienes acuden a sus congregaciones. En la semana santa recién pasada fue muy interesante volver a experimentar esa potencia que tiene el acto religioso, celebrado consciente y pausadamente. El templo bien utilizado se convierte en un ambiente muy especial dentro de la gran metrópoli, ofreciendo silencio, oración, canto bello, proponiendo una Palabra de esperanza, sentando juntas amigablemente a personas que quizás ni se conocen, pero que están unidas por la fe religiosa.
Hoy puede existir entre el estamento religioso la tentación, que creo bastante superada en amplios sectores, de convertir lo religioso en espectáculo religioso lo cual lo desvirtúa muchísimo. Cuando se da esta mutación se está pensando más en dar gusto a las personas que en entrar en relación profunda con la divinidad. De hecho, los momentos más sublimes de la experiencia espiritual de Jesús sucedieron estando él solo o acaso con dos o tres de sus apóstoles y nadie más. No se trataba de una exhibición sino de entrar en el medio divino hasta, por ejemplo, transfigurarse. Y las condiciones son siempre similares a lo largo de la Biblia: soledad, ambiente de oración, entrega total, sin límites de tiempo e incluso experiencia estremecedora.
Hay una potencia no sospechada en lo religioso cuando se desarrolla bien. Y mucho tiene para aportarle a los hombres y mujeres de este tiempo, como en todos los tiempos. Pero requiere deseo de la experiencia espiritual, voluntad para poner los medios que esta supone, capacidad de silencio exterior e interior y, muy importante, una explícita actitud que le dé a esta experiencia toda la importancia que tiene y que finalmente tendría que ser la mayor de todas. Como actividad marginal la tarea espiritual no logra su pleno desarrollo ni se integra del todo a la persona, o mejor dicho, no llega a ser determinante en quien la practica de esa manera.
Bien vale la pena desarrollar la capacidad religiosa o espiritual que Dios ha puesto en las personas y todos los estamentos de la sociedad deberían ser generosos para favorecerla. Es equivocado y arbitrario que en ciertos sectores de la sociedad prohíban lo espiritual porque algunos no lo comparten. Más bien, lo que está clarísimo es que, si todas las personas o al menos la mayoría, tuviera un alto grado de desarrollo espiritual, tendríamos una gran capacidad para navegar el mar turbulento que la historia nos ha puesto para estos días que corren sin perder el rumbo. Todo parece indicar que solo cuando el hombre y la mujer entran de lleno en lo que los hace trascender, y para lo cual les fue dada la capacidad religiosa o espiritual, sacian la sed que nada ni nadie más puede calmar.