Locura bis | El Nuevo Siglo
Lunes, 5 de Octubre de 2020

Ustedes dirán que estoy loco, pero el país que yo veo es muy distinto del que me muestran las noticias y las redes sociales y, sobre todo,  del que me quieren hacer ver un puñado de dizque líderes de opinión  sin escrúpulos que pretenden encontrar en el caos  una oportunidad para llegar a gobernarnos.

Me quieren hacer ver una Colombia al borde  del colapso. Corrupción irrefrenable en todas las esferas del poder público, policía y ejército integrado por truhanes de la peor calaña, gobernantes ineptos, madres de familia desnaturalizadas, descontento general con eso que llaman “el sistema” (que nadie sabe qué carajos es), desastre en la prestación de servicios de salud, imposibilidad de acceder a la educación, drogadicción generalizada, juventud sin esperanza…

Y si. Mucho de eso es verdad. Sería tonto desconocerlo. Pero eso no es Colombia ni eso somos los colombianos. Esos son unos pocos. Cuando yo recorro las calles y los barrios de la capital o los pueblos que a veces visito encuentro algo muy diferente. Cincuenta millones de gente buena, luchadora, sonriente, con una amabilidad difícil de encontrar en otras partes del mundo, madres amorosas,  personas rumberas y llenas de amigos, generosidad, buen humor aún en las circunstancias más adversas, pensando siempre -y trabajando en ello- en un espléndido futuro para sus hijos. Somos un pueblo feliz y así lo dicen todas las encuestas, aunque los profetas de desastres se empeñen en desconocerlo. 

Es verdad. Veo pobreza. Pero cada vez menos. Yo recuerdo  las campesinas de mi niñez con pañolones, alpargates, desdentadas y montando en burro. Hoy son bellas muchachas con jeans, zapatillas deportivas de última moda (así sean “chiviadas”), uñas arregladas, dientes perfectos y conduciendo una motocicleta. Yo recuerdo las carreteras destapadas y polvorientas, las casas de cartón o de lata, unas cifras  de analfabetismo superiores al sesenta por ciento, esperanzas de vida al nacer que apenas superaban los cuarenta años. Y no me crean porque yo lo digo: miren las estadísticas. Hoy tenemos (no todas las que quisiéramos) carreteras aceptables, viviendas dignas, hemos derrotado el analfabetismo y la esperanza de vida al nacer supera los setenta años. No es a la velocidad que nos gustaría pero hemos progresado mucho en los últimos cincuenta o sesenta años. Eso nos muestra un pueblo “echado pa’lante”, verraco… Y eso es lo que somos la inmensísima mayoría de colombianos.

Claro que hay que arreglar muchas cosas. Muchísimas. Pero no podemos caer en el engaño de creer que “esto se jodió”  -eso de apague y vámonos- y que por eso es necesario mandarlo todo al demonio y “cambiar el sistema”.

Cuando en una casa se daña el lavamanos o la estufa no destruimos la casa sino que arreglamos lo que está dañado y punto. Y eso es exactamente lo que tenemos que hacer: exigir a nuestros servidores públicos  diligencia y honestidad en el ejercicio de sus funciones y seguir arreglando cosas todos los días. Una tras otra. Siempre se puede ser mejor… Pero no incendiar la casa, por Dios…