“Todos tenemos brillo interior”
En la Luz, con mayúscula, se sintetiza todo lo creado. De ella emana todo cuanto existe, incluyéndonos a nosotros mismos, portadores de una chispa divina llamada a fundirse con la Divinidad entera.
Todas las tradiciones sagradas de sabiduría dan cuenta de ello, sin importar la latitud o si es oriente u occidente. Por esa razón los antiguos pobladores de las Américas veneraban al Sol, como representación de esa Luz mayor. Así como los griegos rendían culto a Apolo, símbolo de la luminosidad y el brillo solar, los iberos adoraban a Netón, asociado con el Marte de los romanos y el Atum-Ra egipcio. El Sol es para nosotros una fuente vital de energía, pero en su condición de estrella modesta de un sistema diminuto en una galaxia ínfima, está lejos de ser esa la Luz mayor, fundamento de las creaciones en los multiversos. Lo cierto es que la Luz nos atrae: fuegos artificiales, lámparas deslumbrantes, faroles románticos, chorros luminosos que apuntan hacia el cielo, edificios resplandecientes, el amanecer mismo o una espléndida puesta de sol. Esa luz que está afuera, también la tenemos adentro.
En realidad, somos luz -con minúscula-, reflejo de eso más grande que nosotros, le llamemos como queramos. Gracias a los estudios sobre mecánica cuántica hechos por Louis-Victor de Broglie, basados en teorías previas de Albert Einstein y Max Plank, sabemos que esa luz se comporta como onda y como partícula. Entonces, el asunto es a la vez espiritual y físico, además de filosófico y lingüístico: ¡en verdad somos luz! Sin embargo, no siempre somos tan luminosos; aunque la luz nunca de deja de ser parte de nuestra esencia se nos atraviesan las sombras cuando emergen las diferentes manifestaciones del ego. Esta vida es egoica, así algunos pretendan asesinar al ego, hablen mal de él o pretendan no tenerlo: el ego espiritual es el más difícil de auto-identificar, de integrar y trascender. La luz la ocultamos momentáneamente con la ira, la parálisis, la venganza, el deseo, el miedo, la codicia, la envidia, la vanidad y la soberbia, situaciones que por momentos eclipsan nuestra esencia y de las cuales sin duda podemos aprender. Los eclipses, totales o parciales, pasan y permiten nuevamente la supremacía de la luz.
Un bebé sano irradia luz. A medida que vamos creciendo, corremos el riesgo de opacarnos y perder el fulgor de la piel y el resplandor de los ojos. La buena noticia es que podemos reconectarnos con esa luz esencial que habita en nosotros, así esté enterrada bajo numerosas y en apariencia impenetrables capas de dolor, pánico o rabia. En un momento de alteración del estado de ánimo podemos perder temporalmente la consciencia de la conexión con la luz; sin embargo, esa conexión nunca se pierde, pues su dinámica amorosa prevalece a pesar de nosotros mismos. Así por momentos reflejemos oscuridad o no podamos ver cuán luminosos pueden ser los otros, la luz siempre está presente. Si nos entrenamos en ver nuestra propia luz, y vivirla, podremos reconocer más fácilmente la luminosidad de los otros, por más sombras que tengan. En cada persona y cada situación hay brillos por ser revelados. Desde ellos podemos conectar con la gran Luz que todo lo sostiene.