MAURICIO BOTERO MONTOYA | El Nuevo Siglo
Lunes, 6 de Octubre de 2014

COMPORTAMIENTOS

Colombia

Como  país se caracteriza, más que por el mestizaje, por ser un cruce de desarraigos. Tiene más de un centenar de ciudades  que sobrepasan los cien mil habitantes. Y Bogotá con más de 8 millones, recibe el equivalente migratorio de una ciudad intermedia cada doce meses. Esa proliferación e hipertrofia no es lo más común en América, al menos a esa velocidad. Esto se debe al doble influjo de la atracción urbana y expulsión rural vía la violencia de un conflicto interior no reconocido. El comportamiento de los emigrantes debería, en teoría, estar condicionado por las costumbres de la ciudad que los hospeda. Tal como ocurre en el crisol, en el melting pot, estadounidense.

A falta de ese crisol los jóvenes expresan su extrañeza con violencia. Tanto en las barras bravas. En alcohol y drogas. En pandillas. Destruyen bienes comunes como las estaciones del metro. En las diversas formas del desarraigo. La fuerza pública enfrenta a esas formas de barbarie como puede, pero es evidente que la respuesta de fondo no puede ser un simple uso de la represión, por necesaria que esta sea. Y es necesaria. Sólo un alcalde capitalino acertó en el diagnóstico. Implementó contra los contraventores el uso de tarjetas rojas del popular fútbol, como señal de rechazo social, pintó las cebras en las calles para que los autos respetaran al peatón. Habló de la hora zanahoria en el lenguaje juvenil, para mitigar las tomatas. Insistió en la norma para oponerse a la llamada ley del atajo. Pero como suele ocurrir esas enseñanzas no las retomaron los alcaldes siguientes, y las autoridades han olvidado el avance cívico conseguido. El propio alcalde profesor tomó él también la ley del atajo y dejó su cargo para perseguir la quimera de la Presidencia. De modo que cada alcalde tiene los desarraigados que se merece. La respuesta al grave asunto de esa violencia urbana no ha sido retomada con excepción tal vez de Medellín y Barranquilla. El uso de las pachitas o armas eléctricas reflejan la falta de imaginación ante la enormidad del problema. El cabezazo de multar o detener, no es algo nuevo o inédito. El Estado demuestra una vez más su incapacidad de incluir las nuevas fuerzas sociales con medidas distintas a la mera represión, o la simple indolencia de no hacer nada. Las fuerzas migratorias tienen una mentalidad propia, han perdido su forma de vida comunitaria pero aún no han aprendido las normas de vida urbanas. Eso no se aprende solo. Supone un aprendizaje.

Una campaña masiva y continuada. Con símbolos claros como los del deporte. Crear una vergüenza social al contraventor al mismo tiempo que se estimula el sentido de pertenencia. De ser dueño de su propia ciudad por pobre que él mismo pueda ser. Ya que ese espíritu de convivencia podrá sacarlo de su propia necesidad. Aunque no hay moldes preestablecidos, sirven los ejemplos. El New York Times destaca cómo la policía de esa ciudad en unión con centros educativos y centros de trabajo da la oportunidad a los delincuentes juveniles de capacitarse y trabajar, en vez de ser detenidos en una cárcel en donde se acaban de malear. Es decir el Estado reconoce su propia responsabilidad y la asume. La primera detención se convierte no en una sentencia sino en una oportunidad. Ya si hay reincidencia es otra cosa más drástica. Pero la característica colombiana de ser un país multicitadino en proceso de paz, exige búsquedas de inclusión. Y no solo pachitas eléctricas para enfrentar nuestro cruce de desarraigos.