Mauricio Botero Montoya | El Nuevo Siglo
Domingo, 8 de Mayo de 2016
Mito y ciencia
 
El mito es el sustrato constitutivo de la verdad. De lo propiamente subjetivo. Pretender refutarlo por sus incoherencias o por ser fácticamente ficticio es un disparate. La imposibilidad de contrastarlo no es una refutación sino un agravante. La ciencia no significa nada sino en el seno de un mito que lo sustenta, en esta civilización o en otras. Para la historia de la ciencia occidental, el pasado es la época desventurada en la que ella aún no había nacido, para la subjetividad humana el pasado es un punto de encuentro. Para la ciencia, el futuro es la época feliz en la que se habrá sin duda alguna desarrollado aún más. Para la subjetividad, en el futuro está la muerte.
 
La ciencia se pregunta el  cómo no el  por qué, se pregunta por el modo, no el para qué.
 
Es que ella es la hija histórica de un tronco que ya ha dado (bien o mal)  esos significados.  Cuando los científicos se plantean esos interrogantes sin tomar eso en cuenta, lo hacen solo con la metodología positiva que demanda esa ciencia, lo cual es insuficiente. Con ese reduccionismo llegan a la conclusión algo desolada (Bertrand Russel etc.)  que el conocimiento y la vida misma no tienen mayor importancia cósmica. Pero eso se debe a que han excluido a la subjetividad, y por tanto a sí mismos, de la ecuación. Y aunque no reconocen el tronco mítico del que son oriundos, sus respuestas ante el origen o ante el final tienen el mismo formato del Génesis o del Apocalipsis. Sus eurekas  continúan impregnadas de la elación que produce a la sensibilidad la contemplación de una epifanía. En política, los científicos son utilizados hoy por el poder establecido tal como lo fueron los sabios monjes en el medioevo. Las tres cuartas partes de ellos reciben contratos para mejorar la capacidad destructiva de los armamentos. No se preguntan el “para qué”, ya que con los que hay podemos destruir toda la vida del planeta. Sin embargo algunos de ellos precavidos y futuristas, nos alarman con los peligros de la Inquisición medieval. 
 
La teoría del Big Bang la formuló el astrofísico belga  Georges Lemoine, quien era además sacerdote católico. Pero esto se omite para no perturbar a los cientificistas que aborrecen los mitos originarios. Y que siguen con la cantaleta del oscurantismo religioso. Cuando lo cierto es que en la civilización judeo cristiana ha florecido más la ciencia que en las otras veinte civilizaciones conocidas por la humanidad.