Gabo
GARCÍA Márquez está enfermo. Padece lapsus mentales, desvaríos y olvidos. Escritores que lo frecuentan, así lo afirman. No tienen motivo para engañar y lo dicen con pena. Él es el máximo prosista de lengua española vivo tras la muerte de Jorge Luis Borges.
El relativo secreto en torno de su deterioro mental me parece admirable y sorprendente. Cuando uno pierde la mente, el cuerpo es sólo un bulto sobreviviente. Está muerto, aun si los próximos nos sigan saludando por cortesía. Y en un entorno periodístico que hace mucho dejó de respetar cualquier intimidad es admirable ese respeto. Ocurre, sin embargo, que Gabo es un símbolo de Colombia en el exterior. Una declaración suya nos afecta tanto o más que un dislate de algún ex presidente disfuncional. De modo que la discreción informativa respecto a su equilibrio mental puede ser nefasta.
El Espectador sacó recientemente una crónica de las actividades del Nobel para acercar a Cuba y Estados Unidos. Pero eso ocurrió en el siglo pasado. Temí, al leerla, que se tratara de una mediación reciente. Porque Gabo ya no está para esos trotes.
Una cosa es cuando el Estado persigue a un escritor disidente tildándolo de loco, como lo hizo el gobierno de Truman con Ezra Pound por filofascista en 1945, y otra cuando un escritor afamado sufre en verdad lo que podemos llegar a padecer todos con la edad. Gabo fue un maestro en el género de la ficción. Y un desastre como guía político, como farol del porvenir. Es excusable que, contra el régimen asfixiante del Frente Nacional, hubiese fundado la revista Alternativa. Pero cuando la Unión Soviética se hundió ni siquiera esbozó un ensayo sopesando la magnitud de la catástrofe. Comparado con Solzhenitsyn, que diagnosticó certero el régimen soviético. Comparado con Octavio Paz y Borges, que en esa esfera de la inmediatez histórica señalaron siempre un horizonte más amplio, Gabo queda en deuda. Su amigo político constante es Fidel Castro.
No se trata de su simpatía socialista válida y solidaria. Es que, en cuanto a capacidad para pronosticar, tenía lo que los costeños llaman “pava”. Cuando adquirió la revista Cambio, Gabo desde Roma hizo un artículo previendo como “papabile” al cardenal Darío Castrillón. Un guasón decía que el peligro de que un colombiano sea Papa es que se haga llamar “John Jairo I”. Pero en cuanto a la predicción para suceder a Juan Pablo II, la revista Cambio de ese abril de 1999 postuló a una docena de cardenales como candidatos. Nombraba a un estadounidense, un francés, dos africanos, un belga, un brasileño y, por si las moscas, a cuatro italianos. ¡Omitió a Joseph Ratzinger! García Márquez deja la obra cumbre de la fundación mítica del Caribe. Ese es ni más ni menos la medida de su aporte al arte universal. Su deterioro mental es, quizás, el que acecha a los viejos. Es una tragedia sin remedio. Con todo respeto por la vida es preferible, ante eso, la muerte.
La literatura colombiana espera ahora a un escritor de esa talla que retrate la epopeya cotidiana de la gran ciudad. El Macondo urbano. El homo citadino cuya sensibilidad y peripecias todavía no tiene, aquí, el Gabo que se merece.