Hace unas pocas semanas, con ocasión de la Jornada de los pobres, instituida por el Papa Francisco, el arzobispo de Bogotá, Monseñor Rueda Aparicio, organizó un almuerzo para 300 personas en uno de los barrios más alejados de las montañas de Bogotá, al sur de la ciudad. Él mismo se sentó con todas estas personas a tomar los alimentos en un campo deportivo adaptado para la ocasión. Al final los invitados también se pudieron llevar un mercado que no pesaba menos de una arroba, calculo yo. Pero se llevaron también una importante sensación y que la expresó así una señora: “me hizo sentir importante”. ¡Qué buen fruto de una acción aparentemente sencilla como la de servir un buen almuerzo!
Un fruto que a muchísimas personas casi nunca se les da. Hacerlas sentir importantes. Esto significa exactamente que su existencia le importa a alguien en concreto. Que alguien piensa en ella, incluso sin conocerla. Podría ser también que alguien está preocupado por su situación, por la forma en que vive, por sus proyectos de vida. Que alguien pueda sentirse importante puede tener escondida una idea de la cual depende seguir viviendo o no. Por ejemplo, a muchos jóvenes de esta época les da la mala sensación de que su vida no le importa realmente a nadie y por eso morir es otra opción tan válida como cualquiera otra. De pronto les sucede a algunas personas muy mayores y con especial fuerza a los más pobres. No sentirse importante para nadie es una enfermedad grave.
Pero, volviendo a la escena primera, queda a la vista que tampoco hay que hacer cosas extravagantes para que las personas se sientan bien, humanamente atractivas, centro de atención en el mejor sentido. Un buen gesto, una palabra oportuna y positiva, una invitación inesperada, una oportunidad ofrecida, un elogio con aplauso, todo contribuye a que cada persona sienta que tiene valor en sí misma. Pero, en general, la mejor forma de que una y todas las personas se sientan importantes, consiste en el buen trato, en la atención a sus inquietudes, en una vida en condiciones dignas y justas, no solo en medio de lo mínimo en todo sentido.
Esto que hizo el prelado en la periferia de la ciudad imita a la perfección el paso de Jesús por el mundo. Sus itinerarios en la lejana Galilea pusieron la mirada, la mano, el poder divino, al alcance de tantísimas personas que, en últimas, a nadie le importaban para nada, salvo quizás para explotarlas y empobrecerlas y, en otros casos, para llevarlas a la guerra. Y exactamente fue lo que hizo Dios con la humanidad al poner a su Hijo entre nosotros en el modo y lugar típico de los que no son importantes, pero para que todos nos sintiéramos amados por Dios. Para que alguien se sienta importante hay que bajar a donde está, no hay que hacerlo subir. Métodos divinos.