Las naciones se han consolidado a partir de mitos fundacionales y de símbolos alrededor de los cuales se congrega toda la sociedad. La constitución de Filadelfia, la divisa republicana de “libertad, igualdad, fraternidad”, el respeto por la corona y el “rule of law”, por ejemplo, sirven para identificar a Estados Unidos, Francia e Inglaterra, respectivamente, pero también para evocar un sentimiento de orgullo y de convicciones compartidas del que esos países derivan buena parte de sus fortalezas.
En nuestro caso, esa identificación resulta más compleja, pues respecto de muchos de los símbolos que podrían unirnos, las discusiones son legión.
Basta recordar que se llamó durante mucho tiempo “Patria boba” a nuestra Primera República, y que desde entonces pareciera que nos hemos concentrado más bien en los disensos y los desencuentros. Así, en la lucha entre “bolivarianos” y “santanderistas”, las constituciones del siglo XIX utilizadas como “cartas de batalla” -en palabras de Valencia Villa-, los baldones por la pérdida de Panamá, y las culpas por la violencia, para no mencionar sino algunos hechos históricos, son los factores de discordia los que se resaltan.
Pero, sobrarían las razones para mirar muchos episodios de nuestro pasado de manera distinta, sin complacencias, pero también sin encono, y no serían escasos los símbolos en los que podríamos encontrar motivos de inspiración, de cohesión y de concordia.
Uno de ellos bien podría ser, por ejemplo, el legado del Congreso Constituyente de Cúcuta de 1821 y de la Constitución nacional de ese año.
La próxima celebración de su bicentenario sería una magnífica oportunidad para resaltar el ideario civilista con el que nacieron nuestras instituciones republicanas, y para examinar el proceso de surgimiento de nuestro Estado de Derecho, con sus imperfecciones y carencias, pero también con sus aciertos; obviamente abiertos al debate democrático, a las visiones distintas, enriqueciéndolo con la expresión de nuestras diferencias, pero intentando rescatar los elementos de ese texto fundador que contribuyeron a consolidar nuestra institucionalidad y a fijar los límites al poder para defender nuestras libertades, así como la importancia del respeto de la ley como factor de convivencia. Todo ello aún vigente, pues, como lo recuerda Edmond Picard “las banalidades presentes están hechas de las paradojas de antaño, y toda generación, en aquello que admite, ama, practica y admira, solo es el extracto y el reflejo de las ideas revolucionarias propuestas en el pasado por innovadores abucheados y vilipendiados”.
La Academia Colombiana de Jurisprudencia, la Academia de Historia, las altas corporaciones de la justicia, las universidades y el gobierno nacional, preparan la celebración de esa efeméride, que podría ser un escenario de debate constructivo, y una plataforma, no de una historia oficial, sino de un ejercicio de construcción pluralista de uno de esos mitos fundacionales que nos identifiquen como nación. Sería también una ocasión propicia para intentar abandonar la visión de la historia como espacio de confrontación ideológica y para reforzar su enseñanza en la educación básica y media, entorno y momento crucial en la construcción del sentimiento de pertenencia al ser social.