Ante la avalancha del divorcio
Se ha destacado en estos días el hecho del enorme crecimiento del número de divorcios en el país, verdadera avalancha. Personalmente me duele este hecho, porque es signo de erosión social y de estarse socavando la familia, primera columna de sólidas prósperas sociedades. Pero no me extraña que esto suceda ante el ilusorio relativismo como quieren tantos que se viva, según lo que sea más atractivo y cómodo, sin esfuerzos ni sacrificios sino disolutamente.
Frente a esa racha de divorcios, que a buen porcentaje de ciudadanos sí impresiona, y para quienes sientan que hay qué ponerle dique, es urgente un llamado a revisar la raíz de algo nada saludable para pueblos o naciones. No es sólo por principios religiosos, que en el fondo son tan acordes con lo que conviene al ser humano y a la sociedad, sino que hay íntimos llamados de la conciencia y de la experiencia que reclaman estabilidad matrimonial.
Para poder reconstruir ese bien de familias estables, es necesario volver a repasar lo que es la dignidad del ser humano, con inteligencia y voluntad, capaz de disciplinarse y no de ir en pos de instintos proclives y de pasajeros acomodamientos. Ser capaces de un generoso y sacrificado amor, capaces de amar a esposo o esposa y no buscar sólo aprovecharse de la otra persona. Hay qué pensar en lo verdaderamente estable para ellos y para los hijos, para su mejor realización.
No extraña esa racha de divorcios porque ideales como los someramente presentados qué pocos se esfuerzan por asimilarlos, qué pocos tienen el valor de medírseles y convertirlos en base de su vivir personal y de su convivencia matrimonial. Lamentablemente, aun en la preparación a matrimonios contraídos ante la Iglesia, no se les da la suficiente base de esos ideales y se va a él por motivos superficiales. Pero, por qué extrañarnos del infinito número de divorcios cuando con gran pobreza de ideales se realiza un matrimonio civil, en pos del cual están las puertas abiertas al divorcio, autorizado hasta en inhumanas causales como enfermedad del cónyuge, o por simple acuerdo entre los esposos, haya o no ponderados motivos. Cuando tenemos esa situación bien se puede decir que se han legalizado “matrimonios desechables”, y, entonces, ¿por qué extrañamos de esa avalancha aterradora?
Los edificios, las naciones, las familias necesitan bases firmes. Jesucristo, sapiente en lo divino y en lo humano, bien habló de la necesidad de ello en lo personal y en lo social, como quien “edifica su casa sobre roca”, y no tener la insensatez de edificar sobre arena movediza, que ante la lluvia y los vientos cae necesariamente en “grande ruina” (Mat. 7, 23-27). No habrá la estabilidad sin roca firme de principios, y ese ingrediente indispensable: El amor.
A cada paso habrá disculpas para acudir al divorcio, cuando no hay convicciones profundas, o se da cabida al pragmatismo que deja todo al capricho o gusto de cuanto acepte la persona o la sociedad, sin que valgan principios o normas aceptadas por la sabiduría y experiencia de los pueblos. Necesitamos, en contraste con ello, matrimonios estables, inmunes a la tentación del divorcio, basados sobre ideales en grande, para construir sólido consorcio de vida matrimonial sobre un amor libre de egoísmo y superficialidad.
Ante el divorcio es preciso no mirarlo como algo corriente, y justificable, sino reaccionar y verlo como fruto de otras realidades o ideales a los que se les abre paso y que van llevando a él. Una lección para la humanidad se estableció en el cristianismo con el matrimonio elevado a la dignidad de Sacramento. ¡Qué hermoso y confortante el testimonio de tantas parejas de ayer y de hoy, que, no obstante pruebas y dificultades, se han mantenido en la unidad, algo que agradecemos, infinitamente, hijos levantados en ese estilo de hogares.
*Presidente del Tribunal Ecco. Nacional