MONSEÑOR LIBARDO RAMÍREZ GÓMEZ* | El Nuevo Siglo
Domingo, 11 de Mayo de 2014

Devoción con raíces profundas

 

Desde el mismo saludo del ángel Gabriel “a una virgen de la ciudad de Galilea, llamada Nazaret” (Lc. 1,26), que le entrega un mensaje de Dios con el calificativo de “llena de gracia”. Comienza, así, la serie de elogios y homenajes a esa Virgen cuyo nombre era “María” (Lc.1,27). Era la escogida para ser madre del Hijo de Dios, que se hace hombre. Pero no es solo el calificativo sino que se cumple que “el Espíritu Santo viniera sobre ella, y el poder del Altísimo la cubriera con su sombra”, a través de lo cual concibe un hijo que se llamará “Hijo de Dios” (Lc. 1,32).

Todo aquel plan culmina con la humilde aceptación de la Virgen nazaretana con su “hágase en mi según tu palabra” (Lc.1,38), y la realización en ella del más grande acontecimiento de la historia humana que “la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Jn.1,14). Allí está la raíz profunda del culto a María, la madre de Jesús, ante el infinito honor que le confiriera el mismo Dios.

El comportamiento de esta Virgen Madre con el Hijo de sus entrañas, desde su piadoso viaje a visitar a su parienta Isabel, con los preciosos detalles del saludo de estas santas mujeres portadoras tan cuidadosas, en su seno, de hijos de tanta grandeza como Jesús y Juan Bautista, con cántico sublime de María, quien sentía sobre ella e impulsada a colaborar bajo esa gracia, es algo que la engrandece. Habló, por ello, de la “bondad divina, cuya misericordia alcanza de generación en generación” (Lc. 1,50). Sentía la Virgen los honores que el mismo Dios le daba, y las consecuencias de ello, y así expresó: “miró la pequeñez de su esclava, por eso, desde ahora, todas las naciones la llamarán bienaventurada” (Lc. 1,48). 

Con qué amor y dedicación actúo María con el Niño que, en cuanto hombre, se gestaba en su vientre, con qué amor busca con San José un lugar humilde y recatado para su nacimiento, con qué dolor confiado huye con Él a Egipto, lo ve crecer allí para regresar a Nazaret en donde cuida de Él. Lo lleva, luego, a Jerusalén a los 12 años, y lo busca con S. José, con tierno afán, hasta encontrarlo en el templo en medio de los maestros en Escrituras. Tiene,  allí, el honor de pedir explicación de su comportamiento, y, luego, volver al hogar, en Galilea, en donde el Hijo del Altísimo “vivió sujeto a ellos” (Lc. 1,51).

María, la humilde “esclava del Señor” (Lc. 1,38), autorizada por Jesús que le es obediente en Nazaret, siente poder interceder por unos jóvenes esposos, en Caná, ante grave problema, y acude a su Hijo, quien mostraría a la humanidad sus poderes divinos, más tarde, pero ahora ante el llamado de su madre le da el honor de que, aunque, constatando que “todavía no ha llegado mi hora” (Jn. 2,4), atiende la súplica de ella, da órdenes a los servidores en la boda, y convierte el agua en excelente vino (Jn. 2,10).

María sufre dolor mayor que el del parto físico cuando ofrece al Padre a su Hijo agonizante. Ella “estaba” al pie de la cruz, con el honor y no el rubor de ser “su madre”, y arranca del corazón de Jesús ese gesto de encomendarla a Juan, su fiel discípulo, y teniendo el honor no solo de ser madre de Él sino de todos sus fieles seguidores en su Iglesia. (Jn. 19, 25-27). Viene la Resurrección de Jesús y su Ascensión al Cielo, y aparece María en medio de los Apóstoles, en el Cenáculo, con el honor de ser Reina de ellos “perseverando en la oración”, en la expectativa de la venida del Espíritu Santo (Hech. 1,14).

Desde los primeros años de la difusión del Evangelio de Jesús hay huellas del honor que en los diversos lugares del mundo se le ha rendido. Honor a María “la madre de Jesús”, se ha acudido a su intercesión. Es devoción que tiene sus raíces en cuanto hemos destacado en esta reflexión, bajo sus diversas advocaciones, de las cuales hablaremos en próximas entregas en este mes de mayo consagrado a Ella. 

monlibardoramirez@hotmail.com

*Presidente del Tribunal Ecco. Nacional