MONSEÑOR LIBARDO RAMÍREZ GÓMEZ | El Nuevo Siglo
Domingo, 20 de Noviembre de 2011

A propósito de la CARTA del 91 (XX)

 

Dos  meses después de posesionados Mosquera y Caicedo sobrevino la sublevación del coronel Florencio Jiménez, al frente del Batallón Callao, quien se apoderó de Bogotá (agosto 1830), ante lo cual el Presidente y el Vicepresidente se ausentaron de Bogotá. Una Junta Popular pidió al general Rafael Urdaneta que asumiera el poder, quien aceptó (02-09) y llamó a Bolívar para que asumiera él el mando, pero éste no aceptó y pidió que se volviera a la legalidad. Hubo reacción general en el país frente al gobierno ilegitimo de Urdaneta, con asunción del poder por el General Caicedo en calidad de Vicepresidente, por estar enfermo don Joaquín Mosquera. Hubo entrevista memorable entre Urdaneta y Caicedo en Juntas de Apulo (abril-1830), con puntos de acuerdo para volver al orden legal.
A las grandes penas del Libertador, anteriormente recordados, se sumó otro hecho doloroso y fue la definitiva separación de Venezuela, a donde Páez había impedido el ingreso del Presidente y Vicepresidente de la Gran Colombia, pues estaba ya gobernando todo ese país y había proclamado propia Constitución (23-09-1830). El Ecuador, en la misma tónica de Venezuela, proclamado República independiente el 10 de agosto del mismo año 1830, y reclamaba a Julio José Flórez como Presidente.
“Mientras la Gran Colombia se disolvía entre el rugido de las pasiones y del odio, la vida del Padre de la Patria se iba extinguiendo lentamente” (Historia Patria Ilustrada: Colegio La Salle 1954). Bolívar llegó a la Quinta de S. Pedro Alejandrino, en Santa Marta, el 6 de diciembre (1830). No falta quien destaque el hecho de que bastante distante de amigos y de coterráneos, lo acompañen más bien, al borde del sepulcro, el dueño de la Quinta, el español don Joaquín de Mier, el médico francés Alejandro Próspero Reverend y la goleta Grampus, de la marina de guerra de los Estados Unidos, que con su tripulación vino a rendirle honores. Estaba allí el signo de ideales de superación bajo diversos estilos. También estuvieron a su lado el general Montilla, representante del Ejército, y el arzobispo Estévez en representación de la Iglesia.
A la 1 y 30 minutos de la tarde del 17 de diciembre de 1830 expiraba el Libertador. De las últimas expresiones de su espíritu patriótico, y también religioso, es bueno recordar apartes de ellas. Resuenan aún por los aires patrios, de su última proclama, como algo que brota de un alma generosa: “Habéis presenciado mis esfuerzos por plantar la libertad… He trabajado con desinterés abandonando mi fortuna y aun mi tranquilidad… He sido victima de mis perseguidores que me han conducido a las puertas del sepulcro. Yo los perdono… No aspiro a otra gloria que la consolidación de Colombia… Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos, y se consolide la unión yo bajaré tranquilo al sepulcro”.
Como es la vida así es la muerte, y de un Bolívar zarandeado en su pensamiento por las ideas de Rousseau, que le inculcara su maestro Simón Rodríguez, y halagado por las logias masónicas que terminó por proscribir, nunca dejó el germen de la fe que sembraron en él sus padres. De allí su juramento ante Dios de libertad a su patria en el Monte Aventino, su invocación a Dios y a “la Virgencita de los tiestos” en sus batallas, su llamado fuerte al último Congreso Constituyente que convocará (1830) en el que dijo: “como último acto sea recomendaros que protejáis la religión santa que profesamos como fuerte profundo de bendiciones del cielo”.
Flaquezas y errores humanos tuvo el Libertador, pero bien purificados están en sus grandes virtudes patrióticas y cristianas. “Nunca es más grande el ser humano que cuando cae de rodillas ante Dios”, han dicho grandes hombres. (Continuará).