Lo primero sucede cuando la vida cesa porque ya no se sostiene por sí misma y entonces termina. Lo segundo consiste en provocar la muerte, es decir, hacer algo para que alguien se muera, bien sea inmediatamente o en un lapso determinado de tiempo. Hoy en día ha tomado un auge muy grande la noción de la muerte digna, aunque la verdad es que siempre se debe morir dignamente. Otra cosa es que el sufrimiento haga más difícil y penoso ese tránsito. Pero la dignidad no se salva provocando la muerte directamente. Y no habría que confundir los cuidados paliativos que buscan que el fin de la vida transcurra en las condiciones más llevaderas posibles, con una acción que, disfrazada de paliativa, en realidad va tras la muerte de la persona, bien sea por petición de esta o de sus familiares.
Como nuestra época está dominada por la fuerza emotiva y no por la razón, a muchísimas personas les parece lo más “lógico” que quien sufre lo indecible le asiste el derecho a decretar su muerte o a que se la decrete su gente cercana. Eutanasia, para no darle más vueltas al asunto. Sin olvidar la enseñanza de la Iglesia en el sentido de que el único dueño de la vida es Dios y que esta debe surgir y terminar en forma natural, en el espíritu actual de provocar la muerte hay peligros muy grandes. El más grande es que poco a poco se vaya generando la idea de que hay o habrá personas “expertas” que podrán decidir quién sigue viviendo y quién no. Aparte de las razones emotivas, se esgrimirán las del costo de las enfermedades largas e incurables, la carga emocional sobre las familias, la escasez de camas hospitalarias, la “inutilidad” (¡!) de una vida ya desgastada, etc.
No deja de ser curioso que precisamente en la época, esta, en que se tiene más recursos de toda índole para afrontar las limitaciones de la vida humana, se esté abriendo paso con fuerza la “solución final”: hacer morir. Pragmatismo puro. En el fondo se deja ver un concepto que se ha esbozado en algunas ideologías políticas según las cuales los seres humanos son del Estado -el monstruo gigante que cada vez se apodera más del individuo-. También asoma con fuerza una forma de pensar -el otro extremo- que sostiene que el individuo es el único y absoluto dueño de su vida (de su cuerpo) y está en todo su derecho de hacer con él lo que le plazca mientras no perturbe a los demás (el niño en el vientre aquí no es uno de los demás, sostienen). Todo esto está generando (¿o no?) graves tensiones en el personal y las instituciones médicas, en las familias, en los laboratorios farmacéuticos (¿?), en las facultades de medicina. Y también en las iglesias que se reconocen deudoras de la Palabra de Dios y del Evangelio de Jesucristo.
Hombre y mujer de nuestra época parecen haber perdido la noción exacta de la vida, la cual incluye naturalmente la limitación y en algún momento el sufrimiento y la vecindad de la muerte. Nos han alienado para ser solo seres del placer y lo divertido. Lo demás no debería tener cabida y si es necesario, se ha de suprimir la vida para que nada de eso se presente. El proyecto avanza y con él la sensación de que hoy más que nunca cada uno debería a nombrar a alguien que lo quiera mucho, pero mucho mucho, como su delegado para defenderlo ante esta arremetida de la muerte por decreto en caso de no poder hacerlo por los propios medios.