Un largo artículo publicado recientemente en el diario El Tiempo informaba que el año pasado murieron al menos 100.000 personas en los Estados Unidos por sobredosis de sustancias sicoactivas. O por abuso de drogas, para decirlo más llanamente. Y la cifra puede ser superior, anota el informe. El dato es contundente y dice más que muchos libros sobre el tema juntos. Una cifra que debería poner los pelos de punta a todos los que estén interesados en la suerte de los seres humanos y, ojalá también, a todos los que pregonan el consumo libre, la dosis personal, la libertad absoluta para hacer de la vida lo que se quiera sin límite alguno. Dato también elocuente para quienes quieren sacar al Estado de la lucha contra las drogas y que, en mi parecer, tienen razones oscuras para que esto suceda.
No cabe la menor duda de que el demonio de nuestra época es el de las drogas alucinógenas, las sustancias sicoactivas. Son la verdadera encarnación del demonio. Todo lo dañan, todo lo destruyen. Son la nueva y más potente forma de esclavitud que se cierne con terror sobre personas, familias, comunidades. Es inútil seguir argumentando a medias tintas sobre la posibilidad de que estas sustancias sean inocuas. Ningún estudio serio se atreve a afirmar que aun en dosis mínimas sean neutrales en el organismo y en la mente humana. Algunas arrasan muy prontamente con la personalidad, otras lo hacen paulatina e inexorablemente. En últimas, su uso lleva a la muerte final, pero también a la muerte en vida.
Aunque el tema es ya muy trillado y repetido, no se puede dejar de decir una y otra vez que en las drogas no hay sino mal y muerte. Todo lo demás que minimice sus efectos es mentira. Cabe, sí, la pregunta sobre las razones por las cuales las personas se deciden por el uso de sustancias alucinógenas para ver si antes de que eso suceda se puede hacer algo en contrario. Porque una vez se inicia su consumo dar reverso es prácticamente imposible. Y cabe siempre animar al Estado, a todas las instituciones, a las familias, a los vecindarios, a las iglesias y a todo el que pueda hacer algo por los demás, a tener un discurso duro y firme contar el consumo de drogas. El discurso elegante, políticamente correcto, el discurso libertario en este campo, se han convertido en factores de propagación de este mal tan terrible.
La humanidad entera está entrando en una era en la cual los discursos sobre los aspectos más importantes de la vida y su conservación deben ser duros, contundentes, sin medias tintas, porque de lo contrario cada vez más personas caerán en la desgracia total. ¡Y que pongan la cara todos los defensores del consumo libre de drogas y que le expliquen a los afectados y a sus familias los beneficios de estas teorías que, siendo precisos, en realidad son criminales!