La crisis generada por el Covid-19, como otras grandes crisis, pone a la humanidad a pensar y a ejecutar decisiones nuevas y a menudo radicales. En la sociedad en general y en los individuos en particular, se despierta un sentido “práctico”, como respuesta a un enemigo muy grande. Esa respuesta puede por momentos archivar el sentido humano y hacer uso de procedimientos que en otra situación no se darían. Con frecuencia se trata de respuestas “técnicas” o “científicas” que, a la larga, pueden generar otras crisis y dolores que son aún más difíciles de curar que el mal que se combate. La búsqueda de un equilibrio sano entre lo que se debe hacer y lo verdaderamente humano tiene que ser encontrado para no llegar al final de la crisis con otros problemas que se prolongarán en el tiempo en el alma de las personas.
Entre las soluciones radicales que tal vez ameritan un intento de ser suavizadas está, por ejemplo, el aislamiento radical de los enfermos. Y, también, cuando mueren, la desaparición de los cadáveres como si fueran poseídos del mismo demonio. Tampoco parece hacer tanto bien como algunos lo pregonan, el paralizar toda la vida cotidiana de las comunidades humanas. Es una quimera, al menos entre nosotros, pensar que hay un Estado que puede hacerse cargo de toda la ciudadanía en lo que atañe a su subsistencia. Y tampoco es deseable que el Estado y los gobernantes tengan unos podres omnímodos e ilimitados que además tienen unos nombres pavorosos: plan candado, cuarentena total, restricciones a la movilidad, contribuciones obligatorias, etc. El peor de los efectos de la pandemia sería la abolición de la libertad individual y colectiva pues allí es donde precisamente están las soluciones a todas las crisis de la humanidad.
Desde el punto de vista cristiano el peor de los escenarios es aquel en el que desaparece la misericordia. La situación en la cual cada persona deja de ser tratada como tal y se convierte en un número, en un caso, en alguien arrancado de su familia por el “sistema” y cuya forma de pensar y decidir quedan abolidos. Hay que estar muy atentos pues parecen estar cogiendo cada vez más alas estos modos de solucionar las cosas, pero que a ratos tienen más aire de querer subyugar a las personas sin derecho a disentir.
El humanismo cristiano aboga siempre porque el criterio central sea siempre el bien verdadero de la persona y este como individuo con dignidad y derechos inalienables, incluso en las situaciones más complejas y críticas. Y es muy importante no dejar que el miedo y la ansiedad de las personas en crisis las lleve a ceder o renunciar a ser tratadas siempre con misericordia. Después de eso, no quedará sino desencanto y pocas ganas de vivir.