"El amor es la única cosa que crece cuando se reparte”
Antoine de Saint-Exupéry
En el artículo previo al presente dejamos asentado bajo siete sellos que es posible vivir en una mentira (o varias, también), mediante la mentira, en pos de la mentira y algunos, muy pocos, en contra de la mentira. La ausencia de verdad y coherencia es algo a lo que los seres humanos nos hemos acostumbrado sobradamente sin problema aparente alguno.
Ahora bien, al parecer hay algo que también nos sucede a los sapiens sapiens, desde milenios hasta hoy, pero no hemos logrado acostumbrarnos como se espera: nadie puede, y nadie debe vivir sin amor. Sí, no estoy plagiando a Fito Páez, él lo canta perfectamente y lo puso en letra de manera maravillosa, pero tal vez, sin saberlo, su canción es sin dudas una declaración universal que captura la esencia de la poderosa emoción que le da real sentido a la existencia humana.
La obra artística precitada nos invita a explorar una idea: el amor va más allá de las eventuales relaciones posiblemente románticas convencionales en cuanto que su fuerza trasciende todo tipo de límites de temporalidad y espacialidad, contactándonos con lo más próximo a nuestra autenticidad. Como hemos sostenido en reiteradas oportunidades, no hay nada nuevo bajo el sol, puesto que ya el maestro Platón nos legó en su Simposio esto que tanto circula y nadie entiende cabalmente, pero igual lo repite, a saber, “el amor platónico”. Se trata de una forma de amor idealizada, que va mucho más allá de lo concretamente físico y se centra en una conexión estrictamente espiritual.
Ya en la bisagra entre la modernidad y la nefasta posmodernidad, el bigotón Nietzsche abordó la complejidad de las relaciones humanas y el amor ofreciendo una interpretación que desafía las acartonadas convenciones sociales de su tiempo, a la vez que planteó interrogantes provocadores sobre la supuesta “esencia” misma de ese sentimiento. En su Zaratustra introdujo la idea de “amor fati” (“amor a la tierra”, o “amor a nuestro destino”), un concepto que implica amar y aceptar todo lo que nos sucede en la vida, tanto lo bueno y placentero como lo malo y desagradable. Visto de esta manera, el amor no es un simple estado emocional, sino una disposición hacia la totalidad de la existencia en su devenir, abrazando incluso todo aquello que consideremos atenta o desafía nuestra vida.
Por su parte, el filósofo más mala onda por excelencia, a saber, Arthur Schopenhauer, sostenía que el amor es simplemente un engaño para que podamos tener bebés, puesto que para él tal cosa solo se basaba en el deseo sexual en tanto ilusión atractiva: amamos porque nuestros deseos nos engañan, haciéndonos creer que un “otro” nos hará felices, equivocadamente, puesto que los instintos utilizan estos ardides pura y exclusivamente para la procreación.
Asimismo, en sintonía con lo anterior, incluso el amor paternal no pasaría de ser más que un triste engaño mediante el cual depositamos una vana esperanza de trascendencia en la que en realidad se encubre el cuidado de la cría para su supervivencia. Como vemos, para Arthur lo único que logra “el amor” es mantener viva a nuestra especie para perpetuar un patético ciclo de monotonía existencial. ¿Qué belleza de perspectiva, no?
Como hemos podido apreciar, la idea de un amor que trascienda las convenciones sociales de cada época, se revela como una fuerza que llena de sentido nuestra existencia empapada de finitud. En un mundo que exige rapidez, desconexión y apego a todo aquello que sea vacío y efímero, pensar en la idea del amor desde un punto de vista filosófico indica una gran verdad: se trata del único hilo que teje el tapiz de aquello que nos hace dignamente humanos.
En otras palabras: quien nace, vive y muere sin amor, ha sido despojado de su carácter esencial. Justamente, cuando sostenemos, junto con Fito, que nadie puede, ni debe, vivir sin amor, estamos declarando que dicho impulso natural y metafísico es el aliento que le da autenticidad real a nuestra vida, puesto que quien declara “he amado”, no ha vivido en vano, en absoluto.