Es interesante observar la metamorfosis que viene adquiriendo el pugnaz discurso de Gustavo Petro. A primera vista es el mismo. Sin embargo, con el correr de los días se ha venido convirtiendo -al abrigo de las cataratas de trinos- en algo cada vez más polarizante, más irresponsable, más dado a invitar a una clara contienda social, y, por último, con una gigantesca carga contra las instituciones.
Comencemos por lo último. Varios de sus últimos trinos buscan dinamitar explícitamente las instituciones económicas. Como cuando se va lanza en ristre contra el comité autónomo de la regla fiscal que se ha atrevido (en cumplimiento de su deber) a opinar con sonora voz de alerta sobre los costos fiscales y la incertidumbre económica que plantean algunos puntos de los proyectos de reforma.
Le increpa el presidente a los miembros de este comité que fueron nombrados por el anterior gobierno, y por eso los descalifica. Dando a entender que solo sus empleados están capacitados para opinar sobre asuntos económicos. Y olvidando que el comité autónomo es precisamente independiente del gobierno de turno para poder opinar con libertad sobre los asuntos fiscales de mayor interés, pues para eso lo creó la ley: para que hubiera alguien que con idoneidad técnica y sin ser subalterno de la presidencia prestara el apoyo institucional indispensable de ilustrar al país sobre las luces y sombras de la política fiscal.
Este reproche es el mismo que aparece en otros discursos de Petro contra instituciones como por ejemplo el Banco de la República, para el cual no ahorra injustas y frecuentes descalificaciones.
Qué bueno sería que reparara en lo que está sucediendo en la Argentina donde la inflación anualizada llega al 140%: precisamente porque allí se cumple a cabalidad uno de los caprichos empecinados del Gustavo Petro, a saber, que el banco central debe financiar a manos llenas el gasto público con créditos de emisión. Ahí están los resultados.
Este tipo de discurso es el que termina erosionando más temprano que tarde la credibilidad de las instituciones económicas de un país, así nunca se lleven a la práctica como sucederá en este caso.
Otra de las víctimas de las embestidas recientes de Gustavo Petro es la institucionalidad cafetera, y concretamente la Federación. ¡Qué reproche no le ha endilgado de manera injusta! Olvidando que los dirigentes cafeteros tampoco son empleados de la casa de Nariño ni subalternos suyos.
Por el contrario: conforman un gremio elegido de manera democrática donde sus directivas gozan de mayor legitimidad democrática que un senador, un gobernador, un representante a la cámara o el mismo presidente de la república: ninguno de los cuales es elegido con los guarismos de votación (con relación al patrón electoral) que recogen los directivos cafeteros en sus elecciones cuatrianuales.
Se dirá: es que el presidente no puede ser indiferente al manejo del Fondo Nacional del Café y por eso opina. Es cierto. Pero olvida, en primer lugar, que el gobierno cuenta con las mayorías en la representación del comité nacional de cafeteros, y, en segundo lugar, que desde 1940 cuando se creó el fondo de café su manejo se desarrolla sobre la base de la regla de oro de la “concertación” con el gremio cafetero: no con los descomedidos empujones de sus trinos.
Cuando el presidente de la República se ocupa con ligereza de asuntos institucionales, el solo hecho de que los trinos provengan del presidente tienen inmensa capacidad para asombrar, para enojar, y en todo caso para hacer un gran ruido que termina haciéndole mal a la institucionalidad del país.
Que es lo que está sucediendo cuando se destroza la caja de discreción donde deben mantenerse estos asuntos. Para lanzarlos al viento de la incertidumbre y de la desinstitucionalización.