Recorriendo las páginas del Evangelio, encuentra el lector que Jesús, en varias ocasiones, advierte a sus discípulos, sobre el acecho de la tentación. Él mismo lo había experimentado en muchos momentos, los cuales están sintetizados en forma magistral en las escenas del desierto, en las que el poder, la magia, lo fantasioso, se presentan con apariencia de bien y son finalmente rechazados por Jesús. San Pedro dirá en una de sus cartas que “el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quién devorar”.
Jesús enseña a sus discípulos a velar -orar- para no caer en tentación. El mismo Señor, en una bellísima oración en el Evangelio de Juan, pide por su comunidad pues están en el mundo sin ser del mundo. Y es el mundo, lo mundano, lo que hoy constituye la gran tentación para los bautizados y para la Iglesia.
Hace dos días asesinaron tres personas católicas en un templo en Francia. No hace más de un mes ardieron iglesias en Chile. España viene atacando a la Iglesia en sus posibilidades de predicación y en sus bienes desde que está en manos de socialistas. En Estados Unidos viene dándose sin interrupción una serie continuada de destrucción de imágenes sagradas de la Iglesia. Las legislaciones de muchísimos países han desterrado los postulados más fundamentales del cristianismo y, en algunos, casos los han proscrito. Poco a poco la representación de la Iglesia en instituciones públicas y privadas ha sido omitida o simplemente anulada sin previo aviso. Radicales de todos los colores se manifiestan hoy en día frente o adentro de los templos para rechazar las posiciones firmes de la Iglesia en temas capitales de las personas y de las sociedades. Tiempos recios.
Fatal, como lo peor, que la Iglesia cayera en la tentación de ceder por miedo o por acomodación. Desalentador, sobre todo para los mismos miembros de la Iglesia que la comunidad creyente quedara sometida a los vientos de doctrina que recorren desde siempre el mundo y se plegara sin más a ellos. Por dar gusto a los de afuera no se puede sacrificar a los de dentro, a los que siempre han sido parte activa y comprometida de la fe católica.
La Iglesia ha sido puesta como faro espiritual y moral de millones de personas y, en tiempos tormentosos, nada peor que un faro se apague o deje de brillar para convertirse en un acantilado más del vasto horizonte de la vida humana. La vieja nave de la Iglesia católica ha pasado muchas veces por mares de tormenta y ha logrado llegar a aguas mansas apoyada en su único Señor, en su Palabra y, también, en la sangre de los mártires. Ojalá los tiempos actuales, difíciles para la fe católica, no se conviertan en una tentación de contemporizar para evadir la misión, la dura misión.