¡Ah, cuántas cicatrices hemos ido acumulando a lo largo de la vida! Son las huellas de los pasos que hemos recorrido, de las vivencias que han sido necesarias para que hoy seamos quienes somos. Las cicatrices son de dos tipos: las físicas, esas señales que nos quedan en la piel luego de haber sufrido una herida. Hubo heridas producidas en accidentes, como cuando nos caímos mientras aprendíamos a montar en bicicleta o en patines, cuando corríamos y caímos sobre unos vidrios esparcidos en el suelo, cuando nos resbalamos del árbol que estábamos trepando y nos raspamos las rodillas y los codos. También hubo heridas por cirugías, bien sea porque fueron imprescindibles para salvar un órgano o recomponer un hueso fracturado, o porque decidimos pasar por ellas en aras de mejorar la apariencia física. Las heridas también pudieron ser causadas por otra persona, como fruto de un altercado, un asalto o un atentado. Sin importar cómo hayan sido producidas, todas esas heridas sanaron y dejaron su marca. Y ninguna marca es gratuita.
También tenemos cicatrices emocionales, pues hubo heridas en nuestras relaciones: el ser querido que falleció o el amigo que se fue, dejando ambos una sensación de vacío; la pareja con quien rompimos, nos reconciliamos y cortamos nuevamente; la comunidad a la que ya no pertenecemos, lo cual generó un sentimiento de exclusión o pérdida de territorio; los exilios, voluntarios u obligatorios; y nuestras propias heridas generadas por la culpa o el castigo que nos auto-infligimos cuando las cosas no han salido como queríamos, aunque muy probablemente sí como necesitábamos. ¿Quién no ha tenido heridas? ¿Quién no lleva, en su cuerpo y en su alma, los rastros que dejaron esas heridas? Cabe otra pregunta más: ¿cómo nos relacionamos con esas marcas, nuestras cicatrices? La manera en la que nos relacionamos con ellas es la misma en la que nos tratamos a nosotros mismos, con rechazo o aceptación.
Tal vez lo más importante de las cicatrices es que son la prueba tangible de que podemos superar la adversidad. Las cicatrices encarnan en sí mismas la sanación y por ello es tan importante honrarlas. Pero en nuestras sociedades líquidas en las que se sobrevalora la imagen, la tendencia es esconder las cicatrices, evadirlas, maquillarlas en pos de un rostro o una vida perfectos, sin que ninguno de los dos sean posibles. Si cambiásemos la forma en que comprendemos esas marcas del alma y del cuerpo nos comprenderíamos mejor a nosotros mismos, pues reconoceríamos la fuerza que tuvimos para salir de los atolladeros y reinventarnos, la resiliencia que hemos logrado desarrollar, la auto-organización que da cuenta de nuestra vida en constante evolución. Las cicatrices son marcas de nuestro propio poder. Si las reconocemos, integramos y amamos, nos amaremos a nosotros mismos.