Pido, de antemano, perdón por la auto cita, debilidad en la que he caído al comprobar que hace tres años que se inició la que sin duda ha sido la época más frenética de nuestras existencias. Aquel mismo día, en la Asociación de la Prensa de Madrid, un grupo de periodistas presentábamos un foro de análisis, Periodismo 2030, sin saber que nos iba a tocar contar, día a día, episodios azarosos que iban a cambiar nuestras vidas de una manera profunda, que nos iba a mudar 'todo a la vez y en todas partes'. La crónica periodística de estos tres años es la de la perplejidad agitada.
Ese 14 de marzo de 2000 el Gobierno decretaba un estado de alarma frente al virus que había aparecido en Wuhan. Cómo imaginar entonces que más de ciento veinte mil personas -el número definitivo seguimos sin conocerlo- iban a morir afectadas por el covid 19, término que hasta ese día nos era desconocido. Mal que bien, con los zigzags y las opacidades informativas impuestas por todos los gobiernos -desde luego, también el español-, los medios fuimos contando lo que pasaba en la sanidad, pero también en una economía que amenazaba con hundirse en la catástrofe, por el confinamiento.
Y, claro, tuvimos que encarar movimientos sociales y políticos sin precedentes, que afectaron a la división de poderes y a las instituciones. El Judicial y el Legislativo vivieron auténticos terremotos: ahí está la 'renovación' del Tribunal Constitucional o ese continuo bochorno parlamentario que ha desembocado en la moción de censura de Vox protagonizada por Ramón Tamames, que es una especie de catarsis surrealista que ocurrirá en una semana. El Ejecutivo mudaba profundamente con la salida rocambolesca del vicepresidente Pablo Iglesias, sustituido en el protagonismo por una Yolanda Díaz por fin a punto de lanzarse, dicen, a concretar su proyecto, acompañada (o no) de las dos ministras más polémicas del Gobierno de Pedro Sánchez. Que, a punto de cumplirse nueve años de su lanzamiento al estrellato político (en las primarias socialistas de junio de 2014), es una figura a la que los informadores no hemos sabido aún, y esto es una autocrítica, calibrar en todas sus dimensiones: sigue siendo capaz de sorprendernos.
Claro que la propia Jefatura del Estado, con la marcha a Abu Dabi, tras no poco escándalo, del llamado rey emérito, que allí sigue, se ha visto no poco afectada en su estructura, en su esencia y en sus perspectivas en estos tres años convulsísimos. Vuelvo a parafrasear el título de la desconcertante película ganadora en los Oscar, 'todo a la vez en todas partes', para reiterar que, mejor o peor, los periodistas hemos tenido que entrar en todos esos y otros frentes, incluido el de la guerra inesperada en Ucrania.
Autocritica, sí, y la excusa de que nadie sería capaz de aprehender cabalmente y en profundidad tanta novedad, desde el boom del teletrabajo y las webinars hasta el de la inteligencia artificial y el metaverso. Personalmente, y en lo poco que me cabe, confieso sentirme abrumado por la responsabilidad de tener que ser alguna vez 'todólogo' en un mundo que se complica. He visto, en este tiempo, imágenes inconcebibles: un tipo vestido de búfalo poniendo los pies sobre la mesa del presidente del Senado de los Estados Unidos o a un señor esquiando en la Puerta del Sol en medio del mayor fenómeno climático de un siglo.
Pero, a la vez, declaro mi orgullo por militar en una profesión que ha sido heroicamente capaz de seguir sacando sus periódicos a la calle todos los días, con los quioscos y los bares cerrados. Capaz de que compañeros y compañeras de profesión saliesen, armados apenas de sus micros y de una mascarilla que se nos llegó a decir que no era necesaria, a informar desde aquellos puntos que nadie se atrevía a visitar. Sí. Pienso que, con los altibajos que se quieran, que los habido desde luego, los medios al menos han cumplido con su deber. Los periodistas estábamos, estamos, allí para contarlo. Al menos, mientras nos dejen.