El patriarcado, imperante desde hace ocho mil años, ha terminado por hacer normales una serie de conductas que no son connaturales a la existencia. Por supuesto lo más sencillo es seguir en la normatividad dictada por el eurocentrismo y el machismo, no hacerse preguntas trasgresoras del orden ni desarrollar acciones de cambio. Los principios y valores impuestos por los machos alfa se convirtieron hace rato en nuestra zona de confort y las mayorías siguen muy acomodadas, pues no tienen que efectuar nuevos aprendizajes ni lidiar con respuestas desestructurantes. El statu quo es patriarcal y cualquier acción tendiente a crear nuevas visiones de mundo es proscrita. Se defiende a ultranza la teoría de la evolución de las especies, desde la cual se destaca la competencia como un valor fundamental para la conservación de la vida y el desarrollo de nuevas versiones, mejoradas y corregidas. El paradigma científico positivista valida con sus propias reglas cómo debe ser la vida. Pero la vida es mucho más grande que cualquier paradigma.
Con la irrupción de la posmodernidad, hace ya un siglo, podemos tener otras visiones de mundo, nuevas explicaciones a los fenómenos vitales, a las dinámicas sociales y al mismo flujo de la existencia. Podemos reconocer ahora que la verdadera evolución se da desde la solidaridad, no la competencia; la cooperación, no el aislamiento; la creación de comunidades de aprendizaje, no la educación bancaria, que consigna enseñanzas sin reparar si tienen sentido o no para quien las recibe. Sí, tenemos derecho a transformar esos principios y valores patriarcales para dar paso a otros que puedan dar cuenta de la realidad hoy.
La modernidad fue necesaria, sigue permitiendo comprender algunas dinámicas vitales, pero no es suficiente. Por ello, a partir de las ciencias de frontera y de la complejidad podemos construirnos de otras formas. Para ponerlo en palabras sencillas, como ejemplo, hoy los hombres tenemos derecho a ser vulnerables, llorar y expresar nuestras emociones; las mujeres tienen derecho a acoger a esos hombres vulnerables, que dejan ver su debilidad, y derecho a su fuerza femenina. Todas las personas tenemos derecho a conectarnos con nuestra humanidad, leída ya no desde la guerra sino desde el amor.
Tenemos derecho a soltar las batallas, a en vez de abrazar un fusil abrazarnos con el otro. Tenemos derecho a expresar nuestras diferencias, sin que ello implique excluirnos ni matarnos. Tenemos derecho a mirarnos a los ojos y sonreír, en una clara muestra de empatía. Tenemos derecho a no saber todas las respuestas, así como a construirlas no solo en forma individual sino también colectiva. Tenemos derecho a tener otros relatos de vida, a reconocer la propia historia para transformarla. Tenemos derecho a caernos tantas veces como sean necesarias y a levantarnos sin vergüenza. Tenemos derecho a resignificar el éxito, para que no sea fruto de la voraz competencia sino consecuencia real de las acciones amorosas de inclusión, comprensión, compasión, aprendizaje, diálogo y solidaridad.Tenemos derecho a pensarnos, sentirnos y ser diferentes. Y tenemos derecho a nuevos deberes.