Mi infancia estuvo marcada por el agua; mis primeros recuerdos están asociados al nacimiento del río Cauca. Luego, al mudarnos a Venezuela, crecí a orillas del río Caroní, justo donde se encuentra con el poderoso Orinoco, antes de desembocar en el Atlántico. Durante la década en que vivimos allí, acampamos a lo largo de toda su costa e hicimos del Caribe parte de nosotros mismos.
Así, entre las mareas cálidas, las corrientes del río y nuestra lancha, mis hermanos y yo desarrollamos un espíritu anfibio y una manera de ser profundamente libres. A mediados de los ochenta regresamos a Colombia. La adultez nos sorprendió abrigados por las montañas y cada vez más ocupados; ya no había tiempo para ir a buscar meandros ni mareas, y en Bogotá solo había dos piscinas.
Tuvieron que pasar casi tres décadas, mucho trabajo y mucho estrés, para que yo pudiera regresar al agua; sin duda el sitio donde soy más feliz. Después de varios años muy difíciles, y en plena pandemia, un día colapsé; no me pude levantar más. Las señales habían aparecido mucho tiempo atrás: un insomnio enloquecedor, una cirugía de esófago, un daño irreparable en la articulación maxilar, un vértigo que me puso a tambalear durante meses y un lumbago que me paralizaba en los momentos de mayor tensión eran signos claros que yo, en todos los casos, había ignorado. Aquel día en que me derrumbé, sin tener ningún plan previsto renuncié a mi trabajo y, de pasadita y para siempre, a esa forma agitada de vida que conduce a cualquier lado menos a la felicidad.
De un solo timonazo cambié de rumbo y desaceleré la marcha. Aprendí a apagar el celular y cambié mi forma de trabajar, no dependo de nadie para hacer mi trabajo y nadie depende de mí para hacer el suyo. Así, finalmente, pude regresar al agua. A esa sensación de ingravidez que me fascina, al silencio sumergido y al sonido de las burbujas que opera como mantra mientras nado.
En la piscina, descubrí un universo completamente ajeno a mí: el de los deportistas. El de los entrenadores que acompañan desde la orilla y el de los nadadores que libran sus pequeñas grandes batallas: alargar la brazada, levantar el codo, controlar la respiración. Cada logro representa el triunfo de la persistencia y la reivindicación de hacer las cosas por el sencillo placer de hacerlas bien.
A la vuelta de dos años, yo también he aprendido esta manera de estar en el mundo. Sumergirme en el presente ha sido una gran lección, hacer consciente cada movimiento y contar pacientemente cada metro que avanzo. Finalmente, entender que si me muevo menos mientras hago apnea voy a llegar más lejos, ha resultado revelador; como si fuera una metáfora de mi propia existencia.
¿Para qué nada?, me preguntaron hace poco, ante lo extraño que resulta para muchos dedicar tiempo y esfuerzo a algo que no produce dinero. Me detuve un momento y respondí de la manera más profunda que encontré, “para nada”.
@tatianaduplat