Otra semana en el gobierno Petro. Otra semana llena de titulares de corrupción, de desgobierno, de impunidad, de violencia, que poco a poco se han convertido en la lectura obligada y agotadora de la realidad colombiana.
No importa el día o la hora, siempre hay un encabezado más estrepitoso que el anterior llenando las páginas de periódicos locales, los canales y las redes digitales. No importa el tamaño o lo burdo del escándalo, siempre hay una respuesta más descarada por parte de sus protagonistas -o protagonista-. Tampoco importa la evidencia de los hechos, siempre hay una excusa, un relato revisionista que distorsiona la realidad y que pretende crear una narrativa que cuando no raya en lo inmoral, perturba por su falta de asunción de responsabilidad o por su cinismo.
Poco a poco en Colombia se nos vuelve cotidiano lo inadmisible y nos vamos acostumbrando entonces a lidiar con aquello de “mover la línea ética”, a desviar la atención de lo importante y a que, lo que en cualquier sociedad democráticamente funcional debería suponer una afrenta intolerable contra el Estado de Derecho, se vaya convirtiendo en paisaje.
De algún modo pareciera ser que llegamos a un punto donde lo único que estamos haciendo es reaccionar y servir casi que de público a la interpretación que ha montado Gustavo Petro, quien en su incapacidad evidente de gestionar un país optó por el show, por el escándalo, por la cultura del espectáculo. Somos nosotros quienes, además conscientemente, estamos cayendo en la trampa de responder una a una y de forma fragmentada, todas las excentricidades -cuando no locuras- que desde Palacio se emiten. Somos la caja de resonancia que ha dado eco a los afanes caudillistas de un presidente que no quiere gobernar sino que quiere permanecer en campaña, con reflectores y altavoces que multipliquen su fartusca oratoria para atizar los ánimos de una tal “democracia plebeya”.
Y es que para esa conclusión tenemos ya razones suficientes: Gustavo Petro no quiere gobernar. En lugar de asumir las medidas urgentes en materia de seguridad que el país reclama él, que es el jefe de Estado, prefiere amenazar con acudir a la ONU para advertir que el “Estado colombiano no quiere cumplir el Acuerdo de Paz”. En lugar de tramitar por el conducto legislativo las reformas de ley que supuestamente el país necesita y de sumar mayorías como debe hacer cualquier líder del Ejecutivo, él prefiere sentenciar a los colombianos con el riesgo de una Constituyente que vulnere todo lo prescrito por la Constitución o de un Referendo que concrete sus aspiraciones. En lugar de asumir con humildad su responsabilidad en los 15 escándalos de corrupción que se han destapado en estos más de dos años de su mandato, él prefiere lavarse las manos diciendo, “Al llegar al gobierno nacional he encontrado lo que ya sabía, tenemos una corrupción estructural y profesionalizada que se ha tomado varias instituciones del Estado colombiano”. En lugar de escuchar con grandeza las voces de los millones de colombianos que salieron a las calles el 21 de abril y de tratar de generar puentes para lograr consensos, él prefirió negar la magnitud de la movilización, catalogar a quienes salimos como “los marchantes de la muerte” y convocar de manera desafiante y oportunista una marcha para el 1 de mayo, día de la movilización mundial por los derechos laborales. En lugar de enfrentar los cuestionamientos por violación de topes y financiación ilegal de su campaña asumiendo su defensa con honorabilidad, él prefiere violentar frontalmente las instituciones de control y minimizar la gravedad de la conducta que lo tiene abocado a un juicio político, diciendo que se trata de una artimaña del establecimiento; de un ‘golpe blando’.
En lugar de buscar las condiciones para que Ecopetrol, uno de los más grandes activos de los colombianos, retome su camino de buen gobierno y utilidades crecientes y sostenibles, él prefiere sin prueba alguna difamar a la empresa diciendo que “por decenas de miles de millones de dólares han salido recursos de la petrolera nacional para financiar personas, paramilitares y la política”. En lugar de llegar a tiempo y de honrar los compromisos que como Jefe de Estado y Gobierno tiene, él prefiere disfrutar de las mieles de la confidencialidad que da la “Agenda privada”.
Gustavo Petro no quiere gobernar. Esa no es su zona de confort. Nunca la ha sido. Él que hizo gran parte de su carrera política desde la oposición, sabe que nada le es más favorable en su esencia, que la confrontación natural que se da en un contexto de campaña. Él quiere la campaña, necesita la campaña. Gustavo, privilegia la victimización, la confrontación y el espectáculo; ante la responsabilidad, la conciliación, los resultados. Razones hay varias: probablemente ya él mismo haya descubierto sus propias incapacidades -que son por decir lo menos, evidentes-. Probablemente quiera simplemente seguir cabalgando su período presidencial emulando la imagen del revolucionario bolivariano, del líder de diatribas y arengas, del catalizador de movilizaciones y estallidos sociales, pero nunca del gestor capaz de construir realidades de progreso y bienestar para sus connacionales.