Los cristianos, y la Iglesia en general, pareciera que caminan hoy pendientes de responderle al mundo por una y mil inquietudes, por aciertos y errores, por legislaciones justas e injustas, por situaciones planificadas y por lo impredecible de cada día. Pero el mundo, repleto de paganismo y de cristianismo frío, es muy poco dado a escuchar en verdad y con atención lo que se le dice desde las fuentes mismas del cristianismo. Esto me lleva a pensar que todos los que sentimos como núcleo de nuestro ser e identidad la condición bautismal y la pertenencia a la Iglesia, tenemos la tarea de reflexionar en qué consiste hoy pasar por el mundo como cristiano. El tema está confuso.
Habría que iniciar una reflexión larga y difícil. Y, aunque suene un poco a gueto, creo que el primer paso tendría que ver con una reflexión hacia adentro, no hacia afuera. Mirar al interior de la fe cristiana y de la Iglesia para indagar cómo se es cristiano en todos los tiempos, de acuerdo con la enseñanza bíblica, con la Palabra de Jesús y con la vida de Él como modelo supremo. Se trata de ir de nuevo a las fuentes, como ya lo intentó el segundo concilio vaticano (1962 – 1965). Nuestras fuentes nutricias y nuestros referentes deben estar clarísimos y buscarlos será reencontrar de nuevo a Dios, a su Hijo Jesucristo, a su Espíritu de la verdad y siempre la Palabra divina. Este cordón umbilical, por decirlo de alguna manera, nunca se puede romper.
Un segundo paso acerca de cómo pasar en el mundo como cristiano de verdad tendría que imprimir un carácter indeleble en cada bautizado al interior de la comunidad eclesial. Antes de pretender iluminar o censurar al mundo, cada cristiano está llamado a serlo plenamente dentro de su Iglesia, comunidad creyente, a la cual está vinculado por el sacramento del bautismo. Un cristiano, una cristiana de medias tintas, tienen el poder de caricaturizar la fe hasta hacerle desaparecer de su vida y también del mundo por salvar. Cuando se pretende vivir la fe sin un vínculo fuerte con la Iglesia, se termina por ser juez de ella y por generar una versión del cristianismo que no es más que una sacralización de la propia personalidad.
Desde este impregnar la vida de la presencia de Dios y de su Palabra, lo mismo que de una relación vital con Jesús, el cristiano, entonces, no antes, pasará por el mundo como un servidor de Dios en medio de la gente. Y sirve los dones de Dios. Y siembra la palabra de Dios, Y opera la caridad de Cristo hacia los más necesitados. Y, si fuere necesario, ofrenda su vida para que el mundo viva según Dios y no de otra manera.
Está claro hoy en día que, si el cristiano y el cristianismo no están en profunda comunión con Dios, la fe queda reducida a consignas momentáneas, a celebraciones vacías, a palabras pías pero insignificantes para los demás. La fe cristina está sembrada en el mundo para transformarlo radicalmente. Lo logrará si corre por las venas de sus portadores. De lo contrario será como querer derribar murallas con alaridos estridentes que ya ni siquiera son escuchados.