NO deja de ser preocupante la forma como la radicalización del discurso político de la extrema derecha contemporánea produce evidentes réditos en unas audiencias desencantadas y ávidas de cambio. Lo realmente grave es que quienes llegan al poder con esos recursos, parecen afianzarse cada vez más en los escenarios electorales.
Un caso emblemático bien puede ser el del presidente estadounidense Donald Trump, quien llegó aupado por una franja de votantes indignados por el franco deterioro de la calidad de vida en el país y el aumento significativo en el desempleo. Y esa franja se ha vuelto tan fuerte que desde ya amenaza con reelegir al mandatario.
Pero no se trata de un caso aislado sino de todo lo contrario. Es el comienzo de una cadena de insólitos triunfos de aspirantes energúmenos que buscan desquitarse en el poder. Tal es el caso del brasileño Jair Balsonaro, un excéntrico misógeno, racista y enemigo de las minorías, producto de la profunda crisis en que el Partido de los Trabajadores sumió al país y llevó a la cárcel al expresidente Lula Da Silva. Una crisis que disparó todos los índices de inseguridad a lo largo y ancho del gigante sudamericano. Una real amenaza para el futuro tan promisorio que se auguraba para los cariocas a principios de este siglo.
Pero no solo este populismo de derecha es peligroso, también lo es el populismo de izquierda, que en nuestro hemisferio lo encarnan Maduro, Ortega y Evo. El primero es un verdadero desastre en todos los sentidos: ignorante, soberbio, autocrático, y sin el mínimo olfato político. Cabalgando sobre el chavismo es una verdadera amenaza para la estabilidad de toda la región. En menor grado pero con similares aspiraciones lo acompañan el nicaragüense y el boliviano. Ambos abusan de los movimientos populares que los proyectaron a la vida pública.
México también manda perturbadoras señales antidemocráticas con la elección de Manuel López Obrador, un patán que desde hace años hace de las suyas y que finalmente, tras varios fallidos intentos, logró llegar al Palacio de Tlatelolco. Su estilo pendenciero contrasta con la forma reflexiva y respetuosa como se llevan a cabo las confrontaciones partidistas. De todas maneras no se trata de un gobernante en el que se pueda fiar.
Visto lo anterior los colombianos podríamos sentirnos cómodos y satisfechos de nuestro actual gobernante, Iván Duque. En su corto ejercicio ha demostrado mesura, temple y talante conciliador. Lo preocupante no es él sino quienes lo apoyan y lo rodean. En una palabra, sus mentores y sus acólitos. El expresidente Uribe parece estar haciendo esfuerzos loables por aparecer calmo y sereno, pero no puede disimular su desconfianza con algunos socios de la coalición de gobierno. También Petro tiene lo suyo y su temperamento "arrevolverado" muchas veces le juega malas pasadas. Y lo traiciona. Otra joyita es doña Paloma Valencia, que de discreta no tiene un pelo. Pero bien, por ahora, el presidente Duque parece tener cierto control sobre estos díscolos seguidores.
Pero a pesar de todo, podríamos afirmar que no vivimos épocas huracanadas. Sin embargo, la disciplina brilla por su ausencia y todo nos indica que muchos de los proyectos del posconflicto se podrán hundir en su paso por el legislativo. Algo malo para el país.