El presidente de Filipinas anunció que ordenaría “tirar a matar” a las personas que “generen problemas” por desconocer la orden de confinamiento adoptada por su Gobierno. Pero Duterte no es el único dirigente que ve la muerte de sus conciudadanos como una opción en estas circunstancias. El presidente Bolsonaro continúa oponiéndose a la cuarentena, pues en su criterio lo fundamental es proteger la economía, así haya “algunos muertos”. Por la misma razón, el vicegobernador de Texas pedía hace algunos días a las personas mayores sacrificarse para mantener abiertos los mercados.
Hasta el cambio de sus estrategias, obligados por las cifras de víctimas anunciadas, el primer ministro Boris Johnson confiaba en la “inmunidad del rebaño”, y con mayor desvergüenza, e irresponsabilidad el presidente López Obrador en la “fuerza de la raza” para adquirir defensas colectivas. Mientras que Ortega en Nicaragua hace aún manifestaciones que se asemejan a un inducido suicidio colectivo.
Por su parte, el presidente Donald Trump afirmó en medio del reporte de miles de muertos y de peticiones de medidas más severas, al convertirse Estados Unidos en epicentro de la epidemia, que "sí, la mitigación funciona, pero, ¿saben qué? No vamos a destruir nuestro país (económicamente), tenemos que volver (a la normalidad)", anunciando que deseaba tener estadios llenos cuanto antes.
Como lo han puesto ya en evidencia muchos analistas, el elemento común que une a todos estos personajes y su lamentable gestión de la emergencia, es la naturaleza populista de sus liderazgos y el narcisismo exacerbado que los acompaña.
Sólo si resulta funcional con sus objetivos salvarán a algunas personas, pues no es la defensa de la vida lo que esencialmente guía sus actuaciones, como tampoco la razonable protección en función de la misma de los empleos y las empresas: son sus agendas personales las que realmente les importan y determinan sus decisiones.
La tragedia es que son ellos lamentablemente los que en este momento crucial se encuentran al mando, y sus erráticas decisiones nos afectan a todos, sin olvidar por supuesto la responsabilidad del régimen chino y su pretensión de ocultar la existencia del virus.
Algunos culparán a otros de su incompetencia y de los fatales errores de cálculo en que han incurrido, y buscarán distractores para intentar desviar la atención; también pretenderán limitar los controles democráticos y debilitar el Estado de derecho. Esto hace parte del manual básico populista.
Por ello no debe olvidarse nunca lo que se arriesga al permitir el acceso al poder de esta clase de dirigentes, pues como lo describía García Pelayo, el mal gobierno “no desciende del claro entendimiento de la sabiduría, sino del impulso cegador y negativo de la soberbia; no se basa en la justicia y en la concordia, sino en la dominación; no realiza el bien, sino el mal general; no se inspira en las constructivas virtudes políticas, sino en principios tales que sólo pueden llevarle a debatirse en el temor y a la negación de los fines propios de la convivencia política, e incluso de la naturaleza humana”.
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