A veces me pregunto, si yo fuera un gobernante colombiano, por dónde comenzaría a transformar una sociedad y una cultura tan complejas y enfermas. Me pregunto cuál es la acción que realmente logrará que las cosas cambien para bien y ojalá de la mayoría. Me quedo cavilando si realmente a los colombianos de verdad nos interesa una sociedad mejor o si en el fondo todos le sacamos provecho al desencanto que nos visita cada día de una y mil formas. Trato de pensar bien de las personas y hasta me surge alguna esperanza acompañada de sonrisa interior, pero al poco tiempo veo sin velo alguno que no somos gente ni tan fácil ni tan amable como nos decimos a nosotros mismos y definitivamente somos bastante ingobernables. Me imagino que la primera noche en un palacio de gobierno colombiano -nacional, departamental o municipal-, debe ser absolutamente angustiante.
Estoy seguro de que a muchos ciudadanos colombianos nos parece que el país, la sociedad que conformamos, la extraña cultura que hemos construido, no es actualmente el mejor amparo para ningún ser humano. ¿Cómo, entonces, hacer para que todo sea diferente? Aparece la lista habitual de respuestas: educación, inclusión, igualdad, seguridad, oportunidades, empleo, derechos, medio ambiente y no se sabe cuántas cosas más de las cuales nadie conoce a ciencia cierta si pueden lograr algo nuevo y mejor para Colombia. Y si alguien propusiera una búsqueda sincera de la verdad en todo sentido lo mirarían como bicho raro. Y si se le ocurriera mencionar la justicia en todas sus dimensiones, lo verían con sospecha. Pero si se postulara la libertad como el camino hacia algo nuevo, no pocos entrarían en pánico, precisamente por el tipo de personas que ha dado esta sociedad y esta cultura, ambas indescifrables.
¿No hay salida? Probablemente sí. Pero lo que se siente en el ambiente es una desesperanza que hace pensar que no hay solución. Que nada será remedio para una nación enferma. La violencia sigue solapada, aunque no tanto, como el instinto de quienes aquí habitamos para dominar a la bestia que somos nosotros mismos. Hubo tiempos en que la fe religiosa cohesionaba y orientaba, al menos a un número grande de personas. Hoy es un bazar incomprensible en sus palabras y en sus ofrecimientos. ¿Por dónde comenzar? Quizás por no hacer tantas cosas, la mayoría de las cuales no surten ningún efecto sobre las personas y la sociedad. O, lo mismo, por una, dos o tres tareas elementales que comiencen a crear un hombre y una mujer nuevos. Lo único que parece claro en este panorama desalentador es que se necesitan realidades nuevas si se quiere una sociedad, una cultura, unas personas diferentes. Somos una nación vieja en sus modelos de acción. Quizás necesitamos ser bautizados de nuevo en todos los campos de la vida, porque eso es un bautizo: morir a lo viejo y nacer a lo nuevo.