POR P. OCTAVIO ORTIZ | El Nuevo Siglo
Domingo, 4 de Marzo de 2012

 

Paradojas del amor

 

 

El amor, sea de Dios al hombre, sea del hombre a Dios, compendia la liturgia de hoy. El amor de Dios a los discípulos que, después del primer anuncio de la pasión, les revela el esplendor de su divinidad (Evangelio, Mc 9, 2-10). Amor misterioso, paradójico, de Dios a Abraham, al infundirle una absoluta confianza en su providencia, frente al mandato de sacrificar a su hijo Isaac (primera lectura, Gén 22, 1-2.9.10-13). Amor de Dios que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó a la muerte por todos nosotros (segunda lectura, Rom 8, 31-34). Amor, por otra parte, de Abraham a Dios, al estar dispuesto a sacrificar a su hijo único en obediencia amorosa (primera lectura). Amor de los discípulos en la disponibilidad para obedecer al Padre que les dice: Éste es mi Hijo muy amado. Escuchadlo (Evangelio). Amor de Jesús que nos salvó mediante su muerte e intercede por nosotros desde su trono a la derecha de Dios (segunda lectura).

Amar a una persona cuanto todo va bien, cuando el amor parece vivir en una eterna primavera, cuando los frutos del amor son dulces, cuando la reciprocidad en el amor hace bella la vida y se mira el futuro con gozo y esperanza, es fácil y hasta agradable. Pero en las historias de amor, no todo ni siempre es así. En las reales historias de amor el dolor, el sufrimiento, la prueba, la incomprensión llaman de vez en cuando a la puerta de los amantes. ¿Por qué suceden estas cosas, si el dolor en los designios de Dios no es sino un rostro diferente del amor? ¿No nos dice la misma sabiduría de los hombres que una persona que no ha sufrido, ni ha sido probada, difícilmente llegará a ser persona madura?

El hombre contemporáneo es quien sin duda ha escuchado y escucha más palabras en toda la historia desde sus orígenes. Muchas de esas palabras le halagan y las escucha con gusto. Otras le aburren, y entonces simplemente cierra el canal de comunicación o busca otra conversación más agradable. Hay palabras también que le causan miedo, a veces mucho miedo. Palabras de los papás que no transigen con sus caprichos, palabras de los educadores que requieren atención y reflexión, palabras de las leyes que ordenan la convivencia humana, palabras de la Iglesia que enseñan el sentido de la vida, transmiten los valores humanos y cristianos, ponen delante de nuestros ojos el destino de la existencia. En verdad, no es miedo a las palabras, sino miedo a nosotros mismos, miedo a elevarnos al nivel de existencia que nos corresponde como seres humanos y como discípulos de Jesucristo. Esta cuaresma puede ser un “momento de Dios” para arrancarnos el miedo, todo miedo y cualquier miedo. /Fuente Catholic.net