Los seres humanos llevamos alrededor seiscientos mil años sobre el planeta, una porción minúscula de tiempo si se tiene en cuenta la antigüedad de la Tierra. Somos realmente pequeños. Es natural que en algunos o muchos momentos de nuestra infancia hayamos deseado ser grandes, crecer velozmente para jugar los juegos de los adultos, pues así veíamos las actividades de los grandes a nuestra corta edad. Sin embargo, es imprescindible surtir todas y cada una de las etapas de nuestro desarrollo. La humanidad, por más que se la quiera dar de grande, es aún pequeña, mucho. Es lo que somos aquí y ahora, como niños en un jardín de infantes: somos compañeritos en este prekínder existencial.
No se trata solamente de las bravuconadas de los poderosos, de quienes se inventan guerras o las perpetúan, de quienes crean venenos para repartir a diestra y siniestra en forma de comida procesada o medicinas inocuas con daños colaterales, de quienes asesinan, violan, roban y avasallan a la naturaleza. Ellos toman al planeta como su propio juguete, de la misma manera que un niño juega con soldaditos metálicos o muñequitos desarmables. Pero, en realidad no son solo ellos los pequeños: se trata de todos y cada uno de nosotros, en medio de nuestra cotidianidad. Cada persona de las ocho mil millones que habita este mundo está en un proceso de aprendizaje, que es a la vez subjetivo y colectivo. Y todos, ¡todos!, nos equivocamos en el proceso. Si estamos en esta experiencia encarnada y compartida es porque pertenecemos a una misma especie, lo cual nos hace básicamente iguales, lo que se nos olvida con relativa frecuencia. Eso también hace parte del juego.
Aprendimos a escribir haciendo planas, la de bolita, la del palote, la de la m, la de la p, la de la a… En este prekínder también parecen necesarias las planas. Quien roba, podría hacer la de dejo de robar, porque lo ajeno es sagrado. Quienes matan, la de respeto la vida, pues no me corresponde tomarla; quienes hacen la guerra, la de me conecto con el amor como fuerza suprema. No solo esas personas, las que por lo general se rotulan como malas, necesitarían hacer planas. También los autodenominados buenos, quienes no matan ni roban ni hacen la guerra y que se creen de mejor familia, como si no fuésemos todos sapiens sapiens. Cuando lanzamos el dedo acusador hacia el error del otro, tres dedos se nos devuelven, pues nadie está exento del error. Podríamos, entonces, hacer la plana de dejo de juzgar a mis compañeritos de prekínder.
Podríamos transformar nuestra realidad si en vez de juzgar al otro asumiéramos el error propio; si en vez de competir ferozmente, colaboráramos para que todos ganemos, no solo unos pocos; si en lugar de insultar a quien se equivoca diciéndole estúpido, tarado o algún adjetivo de mayor envergadura, nos mirásemos con compasión. Se dice muy fácilmente, hacerlo implica aplicar altos valores: humildad, generosidad, solidaridad… Somos tan pequeños, que estamos en este prekínder para aprenderlo.